Sumido dentro del jolgorio sociopolítico regional, la temática “guachinchil” tiene un papel preeminente por su virtual invisibilidad hasta hace pocos años, cuando ya se hizo evidente que la influencia de estas míticas casas de comida en el panorama turístico llegó a ser un reclamo tal que la Administración se avino a regular, gracias, para evitar injerencias en forma de falsos guachinches, que en realidad eran restaurantes de toda la vida.
Para que lo tengamos todos claro, un guachinche es un término acuñado para reconocer a los locales donde los agricultores locales vendían su vino del país a granel y, para acompañar, servían comida a base de los productos que cosechasen y/o criasen. Su inequívoco éxito basado en la calidad de sus productos y la hospitalidad de los caseros pronto lo convirtieron en un reclamo más de la oferta canaria, y desde entonces el término ha degenerado, viendo como muchos de los que así se autodenominan ofrecen cartas de varias páginas y cocacolas o fantas como alternativa al brebaje original e instigador de esta tradición gastronómica.
Dos años hace ya que se aprobó el decreto que debía legislar los guachinches. Sin embargo, se ha decidido que hace falta todavía más consenso. Más reuniones para decidir cómo se gestiona un decreto aprobado hace ya tiempo ante la escasa recepción (nadie hace ni caso, digámoslo claro) por parte de los afectados.
Mientras tanto, los guachinches, auténticos o de pega, siguen sirviendo la mejor comida a los mejores precios, para aquellos que sepan dónde buscar.
Si es un problema de nomenclatura, no hacía falta decreto que legislase. Y si después de dos años, aun hace falta más consenso, solo hace falta ir al “Número Uno” y preguntarle a sus dueños cómo se distingue un guachinche.