Se suele decir que, en las vacaciones, vivimos sin reloj. La vida sin estar pendiente a la agenda concreta. No mirar el reloj porque no hay nada que nos espere. Vivir sin reloj. La frenética actividad en la que la sociedad se ha ido introduciendo, con un ritmo estresante, necesita momentos de volver a nuestros orígenes: vivir sin reloj.
No es vivir sin tomar en serio el tiempo, sino apurar el tiempo a otro ritmo diferente. Pudiéramos dejarnos sorprender al comparar diferentes culturas y analizar el valor que se le da al tiempo y a su ritmo en ellas. Nos sorprenderíamos descubrir que para algunas culturas el encontrar con una persona que te saluda para el tiempo, y que nadie le reclamará llegar tarde porque nunca es tarde para llegar.
Esas coordenadas no son las nuestras, desgraciadamente. Y no lo son desde hace muchos siglos. Porque aún resuena la parábola del buen samaritano, que actuó diferente que quien tenía prisa por llegar al templo de Jerusalén. La prisa no tiene que ver con el tiempo, sino con la manera en la que asumimos el tiempo. Es actitudinal. Puede que no sea del todo falso que Dios creó el tiempo, y que los seres humanos inventamos la prisa.
Me he entretenido en leer en la red la historia del reloj. Aunque ya existían desde hace más de 3.000 años los relojes de sol, en Egipto y China, los primeros relojes mecánicos se pusieron en funcionamiento en los monasterios en plena Edad Media. Buscaban la precisión para cumplir con las horas de la liturgia. ¡Precisamente en los monasterios! Por lo visto la prisa se puede introducir hasta en el desierto. Con las leyes del péndulo y con la invención de la electricidad, todo cambió, de tal manera que hemos ido bajando el reloj de las torres y cargándolo en la muñeca. Hoy llevamos en ella un verdadero ordenador personal.
Nadie puede negar el valor de contar el tiempo. Lo que tendríamos que revisar es nuestra instalación en la prisa. La compulsiva obsesión por aprovechar el tiempo. De esta enfermedad yo me tengo que curar. Puedo percibir sus síntomas.
¡Qué lento pasaba el tiempo cuando éramos niños! ¡Qué rápido pasa el tiempo de mayores! Nos está indicando esta experiencia compartida que lo realmente importante no es su exactitud, sino su vivencia. Por eso, tal vez, adquirir la capacidad de sacarle rédito al aburrimiento sea lo mejor. Porque nunca tendremos la ocasión de repetir una experiencia tenida. Tendremos otra, y será distinta. La de este tiempo concreto es única e irrepetible. No la computa ninguna máquina fabricada.
La voz de aquellos maestros surge del olvido, ronca y sonora, repitiendo una y otra vez, “Rivero, aprovecha el tiempo”. Seguro que no querían estresarme. Buscaban que aprendiera, que practicara, que sacara rédito al momento. Pero su eco ha convertido el aprovechamiento en prisa.
Y con presión lo único bueno que sale es de una cafetera italiana.