Hace ya varios años escuché, en una conferencia sobre evolución humana, algo que me conmocionó profundamente. Se trataba del hallazgo de un resto fósil, que el expositor mostraba con entusiasmo, la mandíbula desdentada de una mujer mayor.
Podría reproducir las palabras utilizadas por el experto, pero antes debería aplicarme a desarrollar un poco los hechos, que partían desde un primitivo homínido con insaciable deseo de convertirse en lo que después consiguió ser, una criatura bípeda, sin plumas, con capacidad para pensar, sentir, crear, también destruir.
Yendo hacia atrás, luego adelante, haciendo requiebros a los distintos grupos de "homos", nos trasladamos con la imaginación a una cueva descubierta en 1970, en un lugar de la Rusia más fría, allí donde las nieves y los hielos adquieren nombre propio: Siberia, y más concretamente en el sur, donde se conjugan fronteras inquietas entre la propia Rusia, China, Mongolia y Kazajistán.
Pues allí, en aquel sitio, un poco más escondido del paisaje al que acuden cazadores del mundo con capacidad económica para perseguir especies de muflones preciados, existe un sitio donde llegan científicos, sin escopetas, en este caso persiguiendo otra cosa que no son animales, sino saber: la Cueva de Denisova, un paraje donde arqueología y paleontología se escriben con letras mayúsculas.
La grandísima importancia, por la que se hizo célebre, fue gracias el hallazgo de restos fósiles de homínidos, incluyendo por primera vez a los que luego se denominarían “denisovanos”, una especie muy antigua que se supone coexistieron con neandertales y otros ancestros más modernos.
Regresemos a la mandíbula del comienzo, sin dientes, perteneciente a una persona mayor, que proporcionó información valiosa acerca de aquella gente desaparecida, cuyo ADN, por lo menos rastros, persiste en poblaciones modernas, a pesar de que han transcurrido miles de años, entre 50.000 o 60.000 según diferentes dataciones, época de puro Pleistoceno.
En este punto necesito volver a la conferencia, para que imaginen que están viendo el fósil, mientras el orador expone: “Es la primera vez, en la historia de la humanidad, en que se demuestra la existencia de solidaridad, colaboración, porque alguien tuvo que ayudar a aquella mujer a comer, a triturarle los alimentos. Y lo sabemos porque llegó a adquirir edad adulta, consiguió vivir, cicatrizar, reparar sus lesiones.”
Los registros, en otros rincones del planeta, son un muestrario completo de violencias, fracturas, desgarros, muertes por traumatismos.
Por primera vez se demostraba, en un precursor nuestro, que además de preocuparse por su propia subsistencia, también pensaba en los demás.
A partir de aquel momento empecé a buscar, sin ningún rigor académico, huellas de comportamientos parecidos, que fueran monumentos a la compasión, que demostrasen que nuestro ascenso en la escala evolutiva tenía mandatos y rigores no dependientes solo de la prepotencia del más fuerte.
Me hice la composición de que estaba siendo testigo del origen de la compasión, del ejemplo más temprano de cuidado y apoyo entre los individuos, preocupados por el sufrimiento de otros, por la disposición de amparar.
Existen más evidencias de ayuda entre semejantes, por ejemplo, la existencia de individuos discapacitados o ancianos con signos de haber sobrevivido mucho tiempo con sus problemas, lo que indica que en sus comunidades existieron seres semejantes, capaces de transformar la hostilidad del medio o las necesidades, para hacerla compatible con la vida de los vulnerables.
Las pruebas demuestran que una parte importante de la evolución humana pudo realizarse gracias a la existencia de sujetos especiales, con empatía suficiente -todavía no se llamaba de ese modo- como para compartir conocimientos, habilidades y actitudes -todavía no se llamaban de ese modo- a favor del vecino, con afán cooperador.
Según mis “investigaciones”, repito, nada académicas y repletas de ignorancias, las evidencias de ayuda son más antiguas que las evidencias de peleas o muertes violentas.
Algunos textos sugieren que han sido esenciales para la supervivencia y el éxito de nuestra especie, a lo largo de la larguísima derrota de la evolución, que nos legó los atributos de los que hoy presumimos.
A esta modalidad de fraternidad -todavía no se llamaba de ese modo-, se oponían otros comportamientos, que también dejaron huellas en la historia antigua, con certidumbres de peleas, guerras o muertes violentas.
Lo sorprendente de los estudios es que estos fenómenos tienden a aparecer más tarde, y a menudo se los asocia al desarrollo de sociedades, cuando se hacen más complejas, se pugna por los recursos, se compite fieramente por ellos o por el poder.
No existe una sola respuesta a las preguntas de ¿cuándo se torció la virtud?, ¿por qué maldita razón la deriva humana prefirió la guerra en vez de adaptarse a la ayuda, a la protección que regala la paz?, ¿son suficientes razones la competencia por los recursos limitados, la ambición de poder, las tensiones religiosas, ideologías o creencias?
Han pasado milenios, nos hemos transformado en seres más inteligentes, capaces de utilizar las ciencias, aplicarlas, desarrollarlas, capaces de fabricar otros tipos de inteligencia, de lata, de silicio, que nos ayudan a pelearnos más y mejor.
Gracias al desarrollo que nos ofrecen armas que emplean sesgos cognitivos como balas, nos transformamos en doctorados en las cosas que nos separan, en las que nos hacen sentir distintos, refractarios, resistentes frente a la necesidad y el dolor de los desfavorecidos.
Han pasado 50.000 años y nos seguimos preguntando adónde podríamos haber llegado si el espíritu -todavía no se llamaba de ese modo- de aquellos primeros "benefactores" de Denisova, se hubiese perpetuado.
Igual tendríamos que replantearnos, para conseguir un futuro más evolucionado, involucionar hasta el sitio de donde venimos e intentarlo de nuevo.