El tiempo que ocupo en subir hasta un mirador es de una hora y cuarto, siempre y cuando me acerque a ritmo alegre, si la excursión se presente más tranquila, un poquito más, digamos hora y media.
Desde ese punto me entretengo mirando el mar, el muelle, los barcos, y puedo hacerlo desde distintas perspectivas, siempre con cuidado, porque el camino de montaña que me acoge suele estar transitado por coches o motos que se empeñan en llegar antes, haciendo bastante ruido, convirtiendo las curvas en riesgos y espantando a las perdices que han convertido un trozo de montaña en un santuario.
El jueves último, al llegar a un conglomerado de casas que anuncian que el límite de un barrio pasará a llamarse puro asfalto, una serie de bocinas destempladas me robó la tranquilidad.
El concierto, ocasionado por dos coches circulando pegados, parecía ejecutado por un orquesta de cornetas del averno.
El conductor del vehículo de atrás, mirando hacia adelante, reprochaba a quien le precedía que no lo dejase pasar; el de adelante, mirando por el retrovisor, mascullaba cosas que no podía entender.
Conocía de vista al piloto con ganas de adelantar al otro, que pretendía aparcar en un lugar donde no se podía, interfiriendo el paso de otros turismos y viandantes.
El desfile sonoro me rebasó, pero luego volví a adelantarlos por la acera, percibiendo que los ánimos se estaban encendiendo sobre todo en el demorado, que viajaba con una señora mayor con la vana pretensión de avanzar. El “obturador” se desplazaba sólo.
Pronto los bocinazos se transformaron en insultos, tan fuertes en el fondo y las formas que conseguía escucharlos de lejos.
Las imprecaciones eran unidireccionales, desde atrás hacia adelante, un catálogo interminable donde se exponían partes anatómicas, deseos inconfesables de cosas que se le harían al “adversario”, adjetivos y sustantivos relacionados con la adscripción de la etnia y procedencia del otro, y recordatorios varios a los progenitores.
De pronto las estrecheces se dilataron y los coches salieron rugiendo, en una persecución que duró 200 metros aproximadamente, porque el insultador debía dejar allí a su madre, “¡callate madre!”, mientras seguía con la soflama al inmigrante.
En un momento pensé que le tiraría con una mascota que sostenía, afortunadamente, el “obstructor” marchó montaña arriba.
Luego supe que iría a buscar algún colega, porque a la hora, más o menos, teniendo en cuenta que mi retorno era en bajada, el irritado seguía en sus trece, que más que trece eran catorce.
Pasé a su vera, le veía congestionado, con las venas del cuello ingurgitadas, mirando hacia el lugar por donde iban los ocupantes del vehículo que por lo visto también regresaban.
La retahíla, magnificada por la impotencia, se repitió con una diferencia, las maldiciones ya no eran en singular, se habían hecho plurales.
En un momento determinando me pareció que sucedería un milagro, pero solo duró un instante.
Una joven, que subía en moto y que al parecer lo conocía bien porque lo llamó por su nombre, le aconsejó que se tranquilizara,
El irritado la escuchó, le dio un abrazo fraterno, luego un beso y justo en el momento en que la chica siguió su camino él se subió al coche de nuevo, con el enfermizo interés de perseguir a los que ya eran plurales.
Fuera de mi alcance no sé lo que hicieron, yo le pedía a los santos que conceden este tipo de gracias que hicieran lo que tenían que hacer en el cielo para evitar el encontronazo en la tierra, porque el tropiezo sería una forma abstrusa de terminar una discusión reprochable, para hacer de la falta de entendimiento algo delictivo o peor..
Esto que cuento no tendría demasiada transcendencia, se trata de una batalla más de las cientos de miles que se entablan en este mundo de obtusos, aplicados a la violencia como si no existiese otra forma de solucionar los conflictos.
Algunas veces, para el alivio de hospitales colapsados, los agresivos suelen ser incompetentes con los de su género, sobre todo cuando no tienen la certeza absoluta de que su posición de fuerza es ventajosa, como sucede por ejemplo cuando la disputa del homo antecessor es con una mujer.
Creía acabado el cuento, pero no fue así, porque un par de noches después el enrabietado se instaló en medio de un fragor al que solo faltaban balas.
En el centro de una pesadilla estaba aquel tipo, “regalándome” los mismos epítetos racistas, en un repudio donde mezclaba localismos con otros, hasta que llegó un momento en que reaccioné, cuando escuché mentar a mi madre.
Comencé a mirarlo fijo, con los ojos entrecerrados, los labios sellados, apretando los dientes, podía ver como los músculos masticadores le conferían a mi cara una morfología de seguridad, amenazadora.
Juntaba una mano con la otra, las frotaba como si tuviese frío, pero un calor interior me estaba convirtiendo las entrañas en una caldera, hasta que no aguanté más, y sin venir a cuento le grité, con toda mi voz: “¡Citoresis!”
No puedo precisar si la rabia me salió esdrújula “citóresis” o simplemente grave, pero fue bastante acentuada. Después de eso, como el tipejo no se inmutó, agregué: ¡”Embeleco!, ¡que eres un embeleco!”
Para que no me sucediese lo mismo que me ocurre en la mayoría de las pesadillas, que luego olvido durante la vigilia, me incorporé y fui hasta la enciclopedia para ver qué clase de barbaridad le había dicho.
No encontré el primero, quizás por eso mi adversario no lo tuvo en cuenta, pero cuando le espeté “embeleco”, conseguí hacerlo desaparecer de mi vida.
¿Embeleco?, todavía no puedo creer lo que le dije, pero el bruto se tranquilizó.