Hace años que venimos oyendo lo de los bulos en la prensa. Al fin esto sirve para que las militancias pongan en cuestión todo aquello que no viene en los medios recomendados. Nadie debería tenerle miedo a que la información tenga los matices suficientes para diferenciar el amplio espectro ideológico del país. Solo unos pocos procuramos nutrirnos de lo que dicen los distintos medios, incluyendo a la prensa internacional, así que ahí no está el peligro. El problema parece existir en el descontrol de las redes sociales, donde la virulencia se reparte de modo equitativo, pero siempre recurriendo al esperpento, como si fueran El Papus o Charlie Hebdo.
¿Se acuerdan cuando decíamos todos somos Charlie Hebdo? Pues eso. Las personas inteligentes deben pasar de esa ridiculización permanente del contrario, o considerar simplemente que se trata de la mofa o del insulto, de grada a grada, que vemos habitualmente en las aficiones contrarias en los estadios. Esto no es ni democrático ni antidemocrático, es lo que hay en una sociedad normal, donde el chiste influye de forma muy localizada: hace reír a los de casa y enerva a los de la casa de enfrente, pero nunca servirá para cambiar la opinión de nadie.
A la política se viene llorado de casa, pensado de casa y votado de casa y ninguno va a alterar sus convicciones porque los bulos y las deformaciones intencionadas le influyan. No somos tan tontos. Otra cosa bien distinta es creer que la calumnia, la difamación y otros delitos han desaparecido de los códigos, aunque es verdad que las sentencias no satisfacen por igual a los distintos sectores ideológicos cuando se trata de interpretar lo que es libertad de expresión. ¿O es que esto no forma parte también del sistema democrático?
Si de lo que se trata es de crear un libro de estilo que haga verdad eso de que nosotros no insultamos a nadie, habría que intentar reprimir el lenguaje mordaz de algunos miembros del Gobierno que provocan conflictos diplomáticos con sus desmanes. Alguien tiene que decir, como Rigoletto, ¿adesso non ridere? Últimamente hemos pasado por un episodio extremadamente singular provocado, según se argumenta, por un exceso en esta proliferación de bulos. Un presidente se ha retirado a los rincones de su reflexión, abatido sentimentalmente, y ha regresado reforzado anunciando que sacará la espada para cortar por lo sano con esta supuesta contaminación informativa. Hasta yo mismo, sintiéndome amenazado, estoy pensando si esto que escribo es adecuado o no; si será admitido dentro de la práctica democrática o si entra de lleno en el capítulo de la incorrección.
Ya no sé qué es peor, si el bulo o el contrabulo, si la denuncia de hechos irregulares o la defensa numantina negando la mayor y diciendo que todo es mentira. Porque entonces las controversias se fían a la credibilidad ciega que cada uno tiene en los suyos. La verdad no existe la diga Agamenón o su porquero. Primero habrá que preguntar dónde militan cada uno de ellos. Entonces la afirmación de Antonio Machado se viene al suelo.