Mario Vargas Llosa dice que ha regresado de la fiesta de París y ha vuelto a la rutina de su sillón de lectura. Todos tenemos un lugar placentero donde encontrarnos con nosotros mismos, ese donde reposan los guerreros después de las batallas con las que les enfrenta la vida. Ha escogido un relato de Faulkner, que asegura haber leído diez veces, El Oso, y luego ha hecho una reflexión sobre su examen. Hay una frase que puede resumir el contenido de su lectura: “Todos los desiertos y bosques van desapareciendo para que los hombres construyan sus ferrocarriles, sus fábricas y sus ciudades”. Hasta aquí parece que el escritor se nos había vuelto ecologista, pero no, su exposición continúa hasta hacer un canto a la civilización, declarando su preferencia por la ciudad, que nos trae cultura, museos, hospitales, universidades y el bienestar suficiente para escribir las cosas que escribe.
Por un momento pensé que estaba consiguiendo la aprobación de esa masa de ambientalistas que nos invade, pero después me he dado cuenta de que toma partido en medio de este debate enloquecido.
En el cuento de Faulkner hay un enfrentamiento cruento entre un mundo natural y el hombre que viene a destruirlo. Hay una lucha encarnizada entre el oso y los jóvenes cazadores que asolan su hábitat, como si esta guerra hubiera marcado siempre los principios de la civilización. Las cosas, según el poema de Gilgamesh, ocurrieron de una manera más amable. El rey de Uruk es amigo de Enkidu, un ser que todavía vive en las selvas salvajes, compartiendo la vida animal con las bestias. La ciudad surge del entendimiento entre estas dos contradicciones. El escritor defiende la parte más razonable del mundo en el que cree, el que le ha hecho contar las vidas de las personas en aquellos entornos que han conquistado. Pero también está el espacio de la fantasía, el de esa posibilidad que se encuentra después de atravesar la pared para descubrir el jardín que deslumbra los ojos de Alicia.
Hoy es complicado tomar partido ante los problemas que plantea el novelista del Mississippi, porque el hombre, que es el eje de todo relato, lleva sobre sus hombros la culpa de todos los desafueros. Es lógico que así sea: no hay otro a quien responsabilizar. El problema consiste en que ese pecado original no se reparte de forma equitativa entre toda la humanidad. Siempre habrá buenos que se consideran víctimas de los malos. Entre ellos, también pueden estar incluidos algunos escritores: los que no lo aceptan ni responden a esta dicotomía. El mundo en que vivimos aumenta estas diferencias en su empeño en resolverlas, y el oso de Faulkner se convierte en el héroe para unos mientras que los perversos son los jóvenes y alocados cazadores.
Hace tiempo que es así, y no tiene nada que ver con las revoluciones. Está claro en la obra de Antonio Escohotado “Los enemigos del comercio”. Esta mañana de domingo el cielo está encapotado, pero eso no importa, la gente saldrá a la calle con sus disfraces. Evoco una preciosa zamba de Peteco Carabajal, “Perfumes de carnaval”, donde dice que su piel llevaba el aroma de flor y tierra mojada. Me tropiezo con el artículo de Vargas Llosa y pienso que algunos lo vestirán de lagarterana, sacándole la piel a tiras por no estar lo suficientemente alineado con las ideas progresistas. De todas formas sirve para demostrar que en la derecha también puede haber escritores.
La literatura debería ser un territorio exento de las confrontaciones políticas, te llames Faulkner, Vargas Llosa o Almudena Grandes. Qué más da, todos están hermanados por el mismo afán, o eso creo yo.