En el entorno de la pasada Pandemia por la Covid-19, el papa invitó a acudir a Roma a los agentes educativos de la comunidad internacional para proponerle -valiente siempre Francisco- sumarse a esta propuesta de Pacto Educativo Global. No tuvo, a mi juicio, el eco mediático que hubiera sido necesario. En estos días he retomado su lectura y me resulta extraordinaria la propuesta y necesario el compromiso si nos resistimos a que las futuras generaciones padezcan de inhumanidad.
Se trata de siete principios que iluminan el compromiso de todas las personas por garantizar, de manera universal, un pacto sobre el derecho humano a la educación. Ceguera deberíamos tener si no reconocemos en este septenario de compromisos una coherencia incuestionable: 1.- Poner a la persona en el centro, 2.- Escuchar a las jóvenes generaciones, 3.- Promover a la mujer, 4.- Responsabilizar a la familia, 5.- Abrirse a la acogida, 6.- Renovar la economía y la política, y 7.- Cuidar la casa común. ¿Quién no va a estar de acuerdo con estos principios?
Mirar la casa común es para reconocer en ella a la familia humana. Estamos hablando de la defensa de la dignidad y de los derechos humanos. Estamos diciendo fraternidad y cooperación como argumentario de internacionalidad. Se habla de la importancia de saber combinar la tecnología y sus avances con la ecología integral. Se trata de construir la paz y la ciudadanía en un ambiente fraterno de pluralismo religioso y cultural. ¿Quién no va a estar de acuerdo con ello?
De todo ello, la centralidad de la educación en la persona considero que es fundamental. Es algo más que la educación centrada en el alumnado que promueve el espacio superior de educación en Europa. El proceso educativo debe ir más allá de la preocupación por quienes ahora son alumnos, y alcanzar a la entera sociedad mundial. Siempre recordaré a aquel viejo profesor ante el que nos quejábamos como alumnos que pretendían menor exigencia académica y nos respondía que la debilidad con los alumnos es una crueldad con la sociedad. Detrás de un alumno hay un amplio sector social a quienes le prestarán, en su momento, su servicio profesional. Delante, en medio y detrás de todo proceso de educación, entendido este como enseñanza y aprendizaje, hay personas. Y esas personas, las que constituyen la sociedad en su conjunto, deben ser el centro de la educación.
Ni el mercado, ni las opciones políticas son las que detentan, o deben detentar, la centralidad educativa. La persona es quien debe tener la centralidad en la intención, en la programación y realización de todo el proceso educativo. Promover el progreso de los pueblos solo será posible desde un compromiso común por una educación que desarrollo a toda la persona y a la persona toda.
La educación es, sin duda, un proceso de transformación social. Estos siete principios son principios con los que podemos estar todos de acuerdo. Principios que aceptan en su entraña la pluralidad inherente a la condición humana, pero que garantice la igualdad fundamental y su común dignidad sobre la que se edifican sus derechos fundamentales. De igual manera que sería una temeridad experimentar con la salud de las personas, lo es experimentar con el derecho a la educación de estas mismas personas.
No nos vendría mal introducirnos este verano en una lectura sosegada del Pacto Educativo Global.