No lo recuerdo, pero al cumplir seis años supongo que mi madre me organizó una merienda con los amiguitos del cole, globos y piruletas. Años más tarde me enteré que ese mismo día Mario Vargas Llosa irrumpió en el vestíbulo del Teatro Bellas Artes en Ciudad de México, avanzó unos pasos y sin previo aviso estampó su puño derecho sobre el rostro de Gabriel García Márquez, que acabó grogui en el suelo unos minutos.
Gabo y Vargas Llosa fueron vecinos en Barcelona, y allí nació una amistad y una admiración mutua que terminó abruptamente por un desgraciado asunto en el que estuvo por medio la mujer del escritor peruano. O sea, por celos. La relación jamás se recompuso, pero Vargas Llosa debió reflexionar sobre el conflicto porque diez años después publicó ¿Quién mató a Palomino Molero?, y en aquella novela dejó escrito: “Los celos perturban el juicio, no dejan razonar”.
Traigo aquí la única anécdota pugilística de la historia entre dos premios Nobel de Literatura justo cuando acabamos de celebrar el Día del Libro, esa fiesta de la cultura y la palabra escrita. Puede que el libro sea el objeto que mejor simboliza el triunfo de la razón sobre la ignorancia, de la civilización sobre la barbarie. Pero aquel día anduvo Mario resolviendo a guantazos su cuita con Gabo, y sus talentos literarios no tuvieron nada que decir.
El incidente resulta revelador porque si dos genios de la literatura son capaces de reaccionar como personas normales y poco ejemplares (uno tirando los trastos a la mujer de uno de sus mejores amigos, el otro hinchándole un ojo al primero) se puede ser más benévolo en el juicio con algunos errores, propios o ajenos. Cosa distinta es que García Márquez se hubiera comportado durante décadas como un depredador sexual de sus amistades, y Vargas Llosa hubiera roto decenas de mandíbulas ofuscado como un Otelo. El error se transformaría así en categoría, algo que tiene peor solución.
El Día del Libro, a la misma hora en que miles de ciudadanos manoseaban ejemplares en los puestos instalados por las calles de media España, dos políticos protagonizaban uno de los espectáculos más bochornosos que hemos padecido en los últimos años en una campaña electoral. Rocío Monasterio invitaba a Pablo Iglesias a “largarse” de un debate en la cadena SER, olvidando que en una democracia a los jetas como él se les empuja hacia la puerta de salida a base de argumentos y votos, no de provocaciones.
A Iglesias en campaña electoral se le suavizan los colmillos, y aparece en los debates como un batiburrillo entre Gandhi y un sacristán de pueblo, todo el día con la democracia en la boca como esos chicles que te duran hasta el final de la fiesta de cumpleaños. Estaba preocupado por las amenazas recibidas un tipo que se ha paseado por unas cuantas Herriko Tabernas recibiendo abrazos y agradeciendo a ETA su contribución a la democracia. En lugar de recordárselo, Monasterio optó con su agresividad por reflotar un moño que se estaba viniendo abajo como un suflé.
Iglesias declaró hace unos meses que en política “hay que normalizar el insulto”. A mí esto me recordó al abuso de los porros en la adolescencia, que con frecuencia acaba en drogas peores. Si tú dices que los escraches (que como mínimo derivan en escupitajos y empujones) son “jarabe democrático”, lo normal es que un día te lo receten, te escupan y te empujen. Si te emocionas viendo por televisión como patean a un policía, lo siguiente es que alguien se emocione pateándote a ti. Me vengo a referir a que la violencia, física o verbal, es un fenómeno expansivo por naturaleza. Y es una estupidez pensar que la violencia que promueves o justificas nunca te va a alcanzar.
De aquellos polvos vienen estos lodos, que ahora nos alcanzan a todos hasta la garganta. Los de VOX se han puesto tiesos de gozo viendo que Monasterio le dio de su medicina a Iglesias. Los de Podemos, que estaban alicaídos, se han venido arriba de nuevo con el rollo antifascista. El resto, que somos la inmensa mayoría, nos movemos entre la preocupación y la vergüenza al comprobar el nivel nauseabundo que está alcanzando la política en España. Si agitando odios llegamos a la España que conviene a Sánchez y Redondo para seguir en el poder, no quedará más remedio que felicitarlos.
Los celos que obnubilaron a Vargas Llosa no son un exceso de amor sino una patología, una forma de violencia psicológica a veces contra el otro, pero siempre contra uno mismo. Del mismo modo, la violencia física o verbal en política no se puede entender como un exceso de pasión en el debate, sino como un cáncer que hace imposible la convivencia sana entre personas que piensan distinto. La democracia, la de verdad, no se defiende disolviendo un mitin a pedradas, ni con exabruptos amenazantes de pecho pichón. La manera de preservarla es votando para evitar que los errores se conviertan en categoría.
Shakespeare, Cervantes, Proust, Flaubert, Dostoievski, Kafka, Musil… todos los grandes de la literatura dedicaron alguna línea magistral a los celos, pero quizá fue el chileno Roberto Bolaño el que simplificó el problema hace unos años en Los Detectives Salvajes: “los celos no sirven para nada”. Como las amenazas en una democracia.