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A la vejez, viruelas

Por Jaume Santacana
miércoles 14 de abril de 2021, 05:00h

La famosa expresión citada en el título de este artículo proviene de una comedia que escribió Bretón de los Herreros en 1817. En realidad, el significado de la cita se refiere a las personas de una edad ya considerable que muestran actitudes o conductas que son más propias de ciertas fases de la vida más juveniles. Ciertamente, se aplica de modo general en los casos de enamoramientos de ancianos deseosos, todavía, de “guerra” en los asuntos del amor. No es este mi caso, quizás desafortunadamente.

Mi edad se circunscribe dentro de los parámetros considerados mundialmente como de madurez involuntaria. Se trata de un concepto que indica, así como por encima, la puta miseria que representa haber alcanzado una atroz cantidad de años que, como la primavera, nadie sabe como ha sido.

Los ancianos, por regla general, nos caemos donde allá más nos duele, por causas que, originalmente, no tienen excesivas explicaciones. En ocasiones, nos caemos simplemente porque sí; que ya me dirán ustedes que manera de caer más tonta. Independiente de los desplomes habituales (con un alto índice de estropicios oseos que rozan el despiporre y provocan risitas soto voce del personal asistente a dichas manifestaciones), los seres vetustos y decrépitos también solemos realizar algunas proezas que nos inclinan a cavilar en el alto grado de imbecilidad que supone nuestro lamentable estado. Ese sí es mi caso concreto.

¿O no es digno de una idiotez reconocida y demostrada el hecho de introducirse -sí, así, en un reflexivo incuestionable- un propio dedo en plena ranura del órgano visual más apreciable del que disponemos los humanos? ¿A qué sí? O sea, vamos, que me metí el dedo en todo el ojo.

Puede que ustedes, amable y respetables lectores, se pregunten: ¿Y qué demonios nos importan sus percances particulares? Y yo, voy y les respondo tan ricamente: a mi, personalmente, también me importa un pepino su digna opinión al respecto. Así que, aquí paz y después gloria.

La metedura digital en mi cavidad ocular izquierda me ha producido -en palabras de un oftalmólogo venezolano, parco en palabras y con un sentido del humor implacablemente nefasto- una herida en la cornea, cosa de la que no sólo no me alegro sino que, para más inri me cabrea en exceso. El resultado actual es de un penoso que asusta: picores periódicos y fastidiosos; lloriqueos constantes y absurdos; y, sobre todo, una visión de la vida (de las cosas de la vida, para ser exactos) de un borroso espectacular. No digo yo que, observar la realidad de manera harto turbia y nebulosa, no sea -en los tiempos que corren- una bendición de Nuestro Señor. Es aquellos de “por lo que hay que ver...”.

Para acabar de masticar mi tragedia, el acto sublime de derramar un chorro de pomada en el interior de mi ojo, me representa un sacrificio y una inmolación tal que, si no fuera por que ofrezco mi martirio a la Virgen del Amor Hermoso (mi virgen de cabecera), me conduciría a una absoluta enajenación mental, es decir, a la demencia más inexorable.

Siento, de veras, haberles lanzado un latazo de órdago pero debo decirles que mi exteriorización externa (¡olé!) me ha aliviado mazo (palabreja de moda en los ambientes “quillos” del “Foro”, o sea, de Madrid).

Vamos a ver si consigo que el próximo artículo lo puedo escribir, ya, con los dos ojos en estado feliz. Por si esto fuera poco, me temo que -al ser el ojo deteriorado el izquierdo- se me puede haber escapado algún tinte político “derechón” que pueda haber beneficiado a la señora Ayuso.

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