He pasado alguna Nochebuena solo. Pocas, pero alguna ha habido. Recuerdo bien la primera. Fue en Alicante, tenía veintiún años y la afronté con ese desparpajo de la primera juventud. No diré que estaba contento, porque me hubiera gustado catar en compañía de mi familia aquellas viandas gallegas que mi abuela nos preparaba, meterme un poco con mis hermanas, vacilar a mis padres creyéndome adulto y, por encima de todo, abrazar a mi abuelo Alejo. Esto último resultaba ya imposible, porque había muerto un año antes de manera súbita y fulminante. El abuelo se fue pronto, con 73 años, y joven, de cuerpo y espíritu, porque ese último verano aún hubo días que corríamos un rato juntos por una playa del Cantábrico.
Ya digo que aquella noche en Alicante no me deprimió la soledad. Solo al final de la cena tuve un amago de bajón, cuando abrí un benjamín de champán y el corcho sonó como un pedo silencioso porque el brebaje se había quedado sin burbujas. En ese instante aquello me pareció la imagen de Nochebuena más triste del mundo. Con los años me di cuenta del error. Hay vísperas de Navidad más aciagas, aunque se necesiten arrugas para saberlo.
Era fácil hacerse el lobo estepario con veinte años, con tantas llanuras aún por recorrer y manadas que encontrar al paso. Si me apuran, tampoco es difícil en la incipiente madurez, cuando esa soledad es elegida y no impuesta. Pero el asunto cambia cuando se atisba el final del viaje, cuando casi todo está hecho y solo queda disfrutar de los seres queridos, si es posible. El colofón de una vida buena debería ser esos momentos de prórroga que uno pretende felices, y no los minutos de la basura de una existencia consumida.
La neurociencia ha demostrado que el contacto humano, las caricias y los abrazos no solo mejoran nuestra salud mental, sino también la física. No solo reducen el estrés sino que fortalecen el sistema inmune, nuestro ejército contra cualquier virus. Necesitar un mimo y no poder recibirlo de nadie durante meses debe de ser una tortura.
Dice la presidenta Armengol que los abrazos pueden esperar. Depende presidenta, depende. Algunos pueden esperar, otros no tanto. Mi amigo Joan Pere cumple cincuenta pasado mañana. Corre maratones por debajo de tres horas como quien sale a fumar al balcón, así que todo apunta a que seguirá soplando velas durante mucho tiempo con la fuerza de un huracán. Ese abrazo, y los copazos para brindar por su aniversario, pueden esperar. En realidad pueden esperar todos los gintonics que nos apetece meternos al cuerpo con los colegas, los del tardeo y también los de madrugada en el Hat fuera del horario permitido. Pero existen abrazos de otra categoría, tan necesarios hoy como una vacuna.
Theodor Kallifatides escribió un librito precioso sobre cómo sobrellevar la vejez y encontrar un sentido a la vida con 80 años. Otra vida por vivir (Ed. Galaxia Gutenberg) es un ensayo lúcido en cada página, triste al recordar la Grecia que abandonó el autor para instalarse en Suecia hace décadas, pero tierno y dulce al referirse a su familia y amigos. Porque de viejos, sobre todo de viejos, somos nuestros afectos. La vejez es una cuenta atrás, por eso Kallafatides cita sin dramatizar los versos de Horacio: “No sabes cuántos inviernos te tiene reservados aún Zeus. Puede que este sea el último”.
En esta sociedad infantilizada que estamos consintiendo crear a los políticos, alguno de ellos nos ha querido explicar quién es nuestra familia. Y que no pasa nada por no celebrar la Navidad con los abuelos, que ya si eso el año que viene. Es patético tener que recordar a nuestros gobernantes que esa decisión la deberían tomar los mayores, que para eso llevan una una vida dándonos abrazos a los demás cuando los hemos necesitado. Y que nosotros solo deberíamos preocuparnos de cumplir su deseo: estar solos, si así lo quieren, o acompañados si esa es su ilusión. En este último caso tomando las debidas precauciones.
No existe una solución universal, porque en España hay personas que hacen cola para comer caliente una vez al día. Es una cuestión de prioridades, porque también hay quienes pueden renunciar a comprarse un bañador el verano que viene, abstenerse temporalmente de copas y suspender Netflix un par de meses, y con lo ahorrado hacerse una prueba PCR. Y si dan negativo abrazar un poco a los mayores que no pueden o no quieren esperar a los plazos que les marcan políticos que creen tener cuarenta navidades por delante.