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La persistencia de la mentira

martes 10 de noviembre de 2020, 07:00h

El lamentable comportamiento que está teniendo Donald Trump tras su derrota electoral del martes 3 de noviembre ha sido, está siendo y será probablemente durante meses, o años, objeto de comentario y análisis por parte de casi todos los más importantes periodistas y académicos del mundo, al menos del mundo occidental. La autoproclamación como ganador cuando el recuento de votos estaba lejos de haber acabado, la acusación de fraude masivo sin ninguna prueba ni indicios razonables, la solicitud de detención inmediata del escrutinio sin más motivo que su voluntad y capricho, y las continuas alusiones a que apelará hasta el Tribunal Supremo, donde se supone que espera encontrar simpatía para sus tesis y que los jueces conservadores que ha ido nombrando durante su mandato le devolverán el favor otorgándole la presidencia en contra del resultado electoral, constituyen en conjunto la más esperpéntica y antidemocrática actuación de un candidato ante una derrota inapelable en las urnas.

Incluso teniendo en cuenta que Trump es un ególatra narcisista, mentiroso compulsivo y actúa con frecuencia como un abusón infantiloide, su reacción resulta excesiva, aunque también es verdad que no está demasiado lejos de lo que muchos ya nos temíamos conociendo el talante del personaje.

Pero si la reacción de Trump no es del todo sorprendente, solo un poco peor de lo esperado, lo que me deja atónito, lo reconozco, es la actitud recalcitrante de muchos de sus seguidores, que se cuentan por millones. Supongo que el estudio del comportamiento de las masas de sus partidarios será materia de tesis doctorales y de libros de sociólogos en los próximos años.

Resulta pasmoso observar la devoción casi religiosa con la que millones de ciudadanos estadounidenses siguen las soflamas cargadas de mentiras y barbaridades que suelta Trump cada vez que habla para su parroquia. Se comportan prácticamente como prosélitos de una secta que aceptan la palabra del líder como verdad revelada, de modo absolutamente acrítico y fanático.

Y resulta preocupante la diversidad de estos millones de acólitos. Es cierto que hay entre ellos muchos blancos, sobre todo varones, de escaso nivel educativo y golpeados en las últimas décadas por la crisis industrial, el desempleo y la falta de expectativas laborales y económicas, y muchos miembros de grupos ultranacionalistas supremacistas blancos de extrema derecha, con los que paree tener una especial afinidad, pero también hay afroamericanos, hispanos y asiáticos, minorías a las que Trump ha tratado siempre con manifiesta displicencia, cuando no con desprecio y racismo mal disimulado. Y también hay profesionales universitarios de buen nivel de vida, personas a las que les supone suficiente capacidad de discernimiento como para no poder ignorar las falsedades y mentiras que subyacen en su discurso y que, sin embargo, parecen aceptarlo sin problemas ni remordimiento.

La existencia de un porcentaje tan elevado de la población estadounidense dispuesta a aceptar la mentira, el engaño, el abuso de poder, las posiciones supremacistas, el aislacionismo, la falta de respeto a las instituciones y su utilización espuria en beneficio propio, el desprecio a la democracia, el abandono de las organizaciones internacionales y el multilateralismo y la vuelta a la confrontación peligrosa, ahora con China como nuevo superenemigo en el papel que jugó la URSS durante la guerra fría, resulta alarmante y es una expresión de que la brecha que divide a la sociedad norteamericana es muy profunda y muy ancha.

El presidente electo Biden, con un discurso en las antípodas de Trump en todos los aspectos, ha manifestado que es el tiempo de empezar a curar las heridas de la sociedad estadounidense y que su voluntad es recoser los rotos que se han producido en los últimos años, sobre todo en los últimos cuatro bajo la presidencia de su oponente derrotado. Le espera mucho trabajo y solo cabe desearle éxito, aunque no parece ahora mismo que haya demasiados motivos para el optimismo.

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