Soy de aquellas personas que tienden a compensar sus alegrías y sus disgustos. Uno, como casi todo los mortales, padece bajones y disfruta los subidones y, como buen diabético crónico necesita vigilar sus azúcares, tanto en lo que concierne a la excesiva subida como en lo que se refiere a las bajadas.
Tengo estipulado un cierto protocolo para esta compensación; no la del azúcar sinó la de la felicidad o la desgracia: cuando me siento excesivamente triste me voy a comer o cenar al Motel Empordà, sito en Figueres, al norte de Catalunya, en plena carretera que conduce a La Jonquera, último pueblo antes de la frontera francesa. Es -además de un magnífico hotel- un restaurante de los que ya no quedan muchos. Allí, en su discreto y elegante comedor me doy un aplauso virtual i me pongo morado con cualquiera de los platos que sus cocineros producen con esmero, buen gusto, decencia i, sobre todo, dignidad culinaria; mucha dignidad y mucha culinaria, tal y como diría el nunca bastante ponderado Don Mariano Rajoy Brey, el rey de la política, el amo de la pista, vamos. Después de una opípara manduca mi tristeza se deshace como, precisamente, un terrón de azúcar y mi situación personal y anímica vuelve a su lugar correcto, de donde jamás debió moverse.
Por el contrario, cuando mi espíritu brilla de contento y mi nivel de bienestar se muestra poco cauteloso (sin que, para nada, tenga que ver con un exceso de bebidas alcohólicas) mi cuerpo me pide una rebaja y yo, entonces, me dirijo, raudo, a uno de los dos lugares que ahora mismo les voy a relatar -tal y como rezaba el famoso anuncio radiofónico de Cola-Cao, allá por los ya ancestrales años cincuenta: o bien a un parque zoológico (lo que, en mi juventud se llamaba el “parque de las fieras”) en el que una serie de animales desubicados, arrugados y con pocas ganas de vivir luchan para superar su enorme aburrimiento y sus depresiones ante la lamentable existencia que les ha tocado sufrir.
El segundo lugar a donde voy a parar sin discusión con el objetivo de eliminar dosis de felicidad personal es a una tienda de souvenirs. Esta opción no falla nunca jamás. Todo es entrar en uno de estos establecimientos o negocios donde venden recuerdos para los guiris y empezar a constatar que mi nivel de alegría desciende hasta casi pasarse de frenada.
Pasear por el interior de estas tiendas repletas de pequeños -o no tan pequeños- monstruos que homenajean a todas horas al mal gusto y a la decadencia de Occidente le da a uno un baño de disgusto sin límite alguno. En Barcelona -para poner un ejemplo- las grandes ventas de estas chorradas (por llamarles de alguna manera) se producen en los comercios situados en las, ahora tranquilas, Ramblas, una avenida singular que, ya mismo -y para desgracia de la economía social- ha vuelto a pertenecer a los barceloneses.
Los “objetos” con más éxito de ventas, suelen ser las guitarras-ceniceros; los ceniceros-guitarras; las clásicas bailarinas flamencas con bata de cola y que no falte de nada (como representación de lo más genuino que contiene la cultura y la identidad de Catalunya); los toros de todos los tamaños y condiciones, con sus banderillas y su canesú (otra magnifica muestra de la legendaria historia de la Ciudad Condal y de la Corona de Aragón); y, por encima de todo, los sombreros mejicanos. Éstos últimos son la repera: los turistas han podido observar durante sus jornadas de visita (los souvenirs se compran siempre el último día antes de partir hacia sus hogares habituales) que los catalanes, en su gran mayoría, usan, durante todas las horas del día, este tipo de sombrero catalán en sus paseos por la ciudad e, incluso, para andar por casa. Un fenómeno.
Les puedo asegurar que mi método para equilibrar emociones es de una eficacia apabullante.