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Mis vecinos se van

Por Jaume Santacana
miércoles 05 de agosto de 2020, 03:00h

Escribo este artículo en caliente. En periodismo siempre se ha dicho que nunca se debe escribir nada en caliente, es decir, justo unos minutos después de que ocurriera algo noticiable. Esa afirmación no es válida cuando los hechos ocurridos son pura noticia, sin posibilidad de opinión ni tan siquiera de métodos de contraste sobre la veracidad del suceso; la urgencia permite la precipitación de la información. Pero sucede que “mi” noticia no tiene ninguna importancia capital ni puede servir de referencia a nada ni a nadie que se pueda sentir implicado. Por eso, prefiero escribirlo en caliente.

Vivo -desde hace la tira de años- en un piso, ático, por más señas, que comparte rellano con otras dos puertas. Cada puerta es un mundo.

Durante mi vida activa, es decir profesionalmente activa, me he visto obligado a mantener una serie de relaciones laborales que, en una gran mayoría de casos han hecho de mi una persona socialmente correcta. Pasados los años y encontrándome actualmente en mi estado de jubilación -con una edad vergonzosa, como decía Josep Pla- mi situación personal y, sobretodo, mi carácter se ha ido convirtiendo, con el tiempo, en lo que podríamos denominar en bastante asocial. Durante mi etapa profesional he tenido que “aguantar” una tal cantidad de pelmazos que, llegado a este punto actual -en el cual la vergüenza se convierte en desmadre- mi posición al respecto es completamente distinto. Ya me cuesta mucho tener que bregar con los que considero, sin paliativos, idiotas de tomo y lomo. Lo jodido es que, en algunas ocasiones, uno tiene que seguir aceptando que la imbecilidad persiste y que -por mucho que lo intente- se verá condicionado por las circunstancias y, algunos de estos cretinos, se acercarán, inevitablemente, a la vera de un servidor. En estos casos, los insecticidas y los pesticidas no sirven de mucho, la verdad.

En el terreno inicial de este breve escrito, puedo manifestar, con alegría, la inconmensurable suerte que he tenido, hasta el momento, con los vecinos de rellano que me han “tocado”. Puedo llegar a decir -sin riego de error posible- que mis vecinos no sólo me han hecho sentir menos solo sino que, además, me han hecho sentir feliz; y eso es mucha tela teniendo en cuenta la dificultad existente en las relaciones que uno no ha escogido y que le tocan de cerca. Un milagro.

En una de las puertas del rellano, apareció un italiano -un tal Luca- que cayó del cielo, del cual llegué a pensar que era un regalo de la Virgen del Amor Hermoso, cosa que me hizo repensar mi actitud de escéptico en materia religiosa. Pero como todo en esta vida -la propia vida, sin ir más lejos- Luca se marchó. Afortunadamente, su substitución ha sido francamente inmejorable. Ahora tengo como vecinos directos (terraza con terraza, como la canción de Sergio Dalma) una pareja de personas muy agradables, asequibles, buenas personas allá donde las haya y con un corazón generoso y discreto. Bueno, ahora ya son tres: su preciosa hija, Naima, le ha puesto una flor a nuestras vecindades.

Voy a confesarles a modo de paréntesis, lectores, una acción inconfesable (valga la media redundancia) y espero que me disculpen. Cuando Luca se marchó y a la espera de nuevos inquilinos, mi nerviosismo iba in crecendo pensando en quién podría ocupar el espacio del maravilloso italiano. Se sucedían las visitas de los nuevos posibles inquilinos -todos estamos de alquiler- y yo me comportaba, con aquellos que no me gustaban como vecinos, de una manera grotesca y maleducada. Cuando visitaban mi terraza contigua yo aparecía y me mostraba como un viejo gruñon e impresentable, me hacía el gilipollas y exhibía mis dotes de imbécil redomado. Tuve un éxito aclaparador. Se marchaban sin ganas de aguantar a un vecino especialmente rudo e inasequible. Lo siento. O no. Finalmente, llegaron los mejores. Y ahí están.

En la otra puerta del rellano, la tercera, han habitado hasta ahora mismo, otra buena familia; magnífica. Ahí he visto como nacían y crecían un par de chavales que son la vida del rellano. El matrimonio, impecable. Con suma discreción -sin ninguna molestia vecinal y con grandes amagos de amistad- hemos convivido muchos años regalándonos favores mutuamente y con una relación impecable. Nos hemos dado cenas y cervezas con ilusión y con una complicidad sin límites; inaudita entre vecinos.

Ahora se van y dejan un vacío difícil de relatar. Hace, tan solo cuarenta y ocho horas que han abandonado el piso y ya los echo en falta. A saber quien ocupará su sitio. Para mi, la cuestión no es baladí. Mi salud mental depende del cambio, aunque no compartamos terraza. Este punto lo sigo teniendo controlado.

¡Adiós, queridos vecinos!

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