España perdió ayer la oportunidad de mitigar su pobre presencia en las principales instituciones europeas al salir derrotada la ministra Nadia Calviño en la elección para presidir el Eurogrupo frente a su homólogo irlandés, el conservador Paschal Donohoe. Calviño partía como favorita, al haber obtenido el respaldo teórico de las principales potencias del continente. Sin embargo, Irlanda, que encabeza el grupo de los países más pequeños del pelotón, y que jugó sus cartas con astucia, se llevó finalmente la votación.
Naturalmente, el fracaso es multifactorial, pero sin duda en él concurren diversos elementos de gran peso. El primero, que el gobierno español no es percibido como fiable por el resto de países que integran la moneda única.
Ello no es de extrañar, no solo por la dependencia crónica que tiene de un socio radical como Podemos, cuyo líder probablemente se alegre de la derrota de su principal opositora en el seno del ejecutivo, sino también porque el propio presidente da muestras de su inconsistencia política tan pronto como algún periodista le acerca un micro.
La extrema torpeza de Sánchez en sus declaraciones al rotativo italiano Corriere della Sera esta misma semana, al asegurar que ni siquiera en una situación crítica como la que vive nuestro país se le pasaba por la cabeza pactar con el Partido Popular la salida de esta crisis, fue procesada rápidamente por la mayoría conservadora europea como un desprecio a la moderación y una apuesta por políticas que harían tambalear a cualquier economía seria.
Europa no quiere experimentos bolivarianos y, aunque Calviño era una magnífica candidata -a la que los populares españoles daban respaldo-, no hay que olvidar que lo era precisamente porque su nivel técnico y su apego a la realidad económica la aleja de la insustancialidad política e intelectual de su jefe de filas, un veleta sin más ideología que la de mantenerse en el poder a cualquier precio, aunque este sea tan alto como el de colocar a nuestro país en la irrelevancia europea más absoluta.
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