Mi avión acaba de aterrizar, procedente de Munich, la capital de Baviera, el land más extenso de Alemania. Justo al finalizar el estado de alarma en el territorio español -y con todas las garantías sanitarias pertinentes- me lancé a comprar un billete con destino a esta bella ciudad de centro-europa. Junto con el pasaje busqué un hotel en el centro de la ciudad. Precios reventados. Una semana en Munich, con asientos reservados en el avión de ida y vuelta y una semana de estancia en un confortable establecimiento hotelero me salió por cuatrocientos eurillos de nada. Casi menos de lo uno se gasta quedándose en casa. En el avión viajábamos una docena de personas; ni una más ni una menos. Durante el trayecto operado por la dignísima compañía alemana Lufthansa, los doce pasajeros fuimos amablemente agasajados por la tripulación a base de bebidas acompañadas de cositas excelentes para el picoteo.
A llegar a mi hotel me cuenta la recepcionista que hay sólo ocho huéspedes alojados. Por el mismo precio me instalan en una suite y me anuncian que todas las bebidas -de toda clase- están disponibles, gratuitamente, a mi disposición. En el ascensor del hotel me siento relajado con un cartel pegado al espejo que reza: “ahorre agua: beba cerveza”. Sí, señor.
Salgo a pasear por la ciudad. Ningún tipo de aglomeración callejera. Una sensación deliciosa de tranquilidad como no se respiraba en ninguna ciudad occidental en los últimos treinta años. Los transeúntes, muniqueses ellos, circulaban por las calles, dueños de su terreno, sin tumultos ni las consabidas selfies masivas. En el transcurso de mi estancia semanal no conseguí oir a nadie, a nadie, que hablara otro idioma que no fuera el alemán o el turco. Me siento en una terraza y me tomo un par de frescas y sólidas cervezas que me dan una alegría al cuerpo sin parangón.
Reflexiono: no soy, para nada, anti turismo. Siempre me ha parecido una actividad muy noble y digna. Otra cosa es el turismo de masas que arrasa con todo lo que se le pone por delante, que gasta poco y mal y que invade calles y edificios, dejando a los propios ciudadanos nativos sin poder vivir con una mínima tranquilidad y exentos de disfrutar de sus “cosas” naturales y cercanas. Luego viene lo de la gentrificación: la expulsión -lenta pero segura- de los vecinos de toda la vida, cambiando el aspecto del barrio, instalando sólo tiendas para los turistas, cerrando los comercios tradicionales y creando un clima de inseguridad y mal ambiente en la zona. También se llenan las calles de vociferios, tumultos, gritos, música contra el vecindario y borracheras varias. Creo, estoy seguro que, este modelo, esta concepción turística masificada no va a ningún sitio, a largo plazo. No se si se está a tiempo de reconvertir esta situación y, sin necesidad de empezar de cero, intentar reconvertir esta historia actual en algo más interesante para todos. No digo yo de crear conventos de monjas de clausura en las ciudades, si no de vigilar y controlar los desmanes de aquellos que sólo viene a divertirse y poder hacer todo aquello que tienen prohibido en sus tierras de origen.
Tengo en cuenta a toda la gente, mucha, que viven del turismo. En muchas regiones el turismo se ha convertido en su casi total fuente de ingresos. Bien. Sólo se trata de reconvertir la situación y buscar un turismo de más clase, con más potencial económico (que los hay) y con un cierto control cívico.
Ha sido todo un lujo mi semana en Munich. Volveré, aunque probablemente, mi próximo viaje me resulte altamente decepcionante. Se que Barcelona y Palma -para poner dos ejemplos cercanos- están viviendo situaciones de estas características. Si se soluciona el tema del virus y se reconstruye la economía, quizás se haría bien en repensar la masificación turística y empezar a pensar en otras posibilidades más acorde con los parámetros de una calidad mucho más asequible y tranquila.
Tenemos una oportunidad. Veamos que se puede hacer para mejorar. Todo es posible, menos la muerte.