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"¿Qué número quiere?"

Por Jaume Santacana
miércoles 26 de febrero de 2020, 05:00h

En mis años mozos, allá por la oscuridad de los tiempos, la modernidad sólo alcanzaba a asomar la cabeza. Mis abuelos (mis abuelas, porqué a mis dos abuelos les mataron la guerra y una angina de pecho) eran en blanco y negro; como las fotografías. Y, claro, los teléfonos también eran negros, como el Régimen, como el café y el azúcar de contrabando, como la vida misma.

En casa teníamos teléfono. Mi padre lo utilizaba, aunque generalmente, servía de adorno, como las leonas del Born, en Palma. (Ligera digresión: años ha, cuando un joven mallorquín intentaba propasarse con una jovencita local, ésta, con su idioma vernáculo (entonces “dialecto” y sin titubeos, le soltaba: “au, ves a paupar ses lleones des Born!”, en clara referencia a dos esculturas que, situadas en un extremo del precioso paseo palmesano, lucían unos colosales pectorales, motivo de escándalo para la poblacíon mojigata. La pareja de leones fue retirada y, actualmente, se exhibe otro par de felinos más comedido y menos exuberante en todos los sentidos, también en el que se refiere a senos o delanteras).

El auricular del aparato telefónico de mi señor padre, decíamos, era enorme, como para dos orejas. El sonido retumbaba y uno pensaba que el yunque o el martillo se irían al garete a la segunda frase del interlocutor.Todo era muy lento; el servicio telefónico también, no faltaría más.. En la mecánica técnica de la época, no existía autonomía, que permitiera provocar llamadas de realización directa. Se tenía que pasar por una operadora. Yo no sé cómo eran las operadoras –nunca había visto a ninguna de cuerpo presente- pero siempre me las imaginé gordas; gordas y vestidas de negro, con el pelo recogido en un moño. Y con gafas de concha de color muy indefinido. Eso sí, siempre féminas.

Mi padre decía: “señorita: quiero un número”. Y la operadora le requería: “¿de dónde?” A lo que mi padre respondía raudo: “de Cáceres”. (Se producía lo que años más tarde se llamó el juego del “veo, veo, ¿de qué color? ¿con qué letrita? etc). Y, en aquel momento, invariablemente, la señora presuntamente gorda soltaba, como quién no quiere la cosa: “uy! Cáceres tiene demora!”. “¿Cuánta demora?”, inquiría mi progenitor. “seis horas: Cáceres, seis horas”. Ahí, justo en este momento, yo, junto a mi padre y atento, aprendía, sin esfuerzo ninguno, todos los nombres y situaciones de la Sagrada Biblia en forma de imprecaciones, injurias y juramentos; en definitiva, tacos, palabrotas y otras groserías destacables. Mi señor padre, con las canas erizadas y la ira violenta enrojeciendo sus ojos, prestaba su personalidad al azar de los dioses. No era especialmente Cáceres: era todo!

En los pueblos –en alguna tienda, bar o casa particular- existía lo que se llamaba “centralita”; un lugar donde se aposentaba un señor o señora (los propios propietarios del establecimiento o de la casa), delante de un panel con muchos cables y muchas clavijas y que tenía como objetivo, conectar, telefónicamente, a los vecinos entre sí o bien con el resto del mundo, un mundo reducido, claro. Normalmente, era de sobras conocido que los “telefonistas” escuchaban todas las conversaciones (igual que los carteros, que toda la vida se han dedicado a abrir los sobres de las cartas antes de repartirlas; para qué nos vamos a engañar...).

En mi pueblo, el telefonista se llamaba Jaime. En aquel momento, su personalidad psicológica era conocida con el nombre –hoy, políticamente incorrectísimo- de “tonto del pueblo”. Él, sabedor de sus carencias intelectuales, solía repetir a todo aquel que quisiera escucharle: “Eh! Que yo no soy gilipollas de nacimiento, ¿vale? Que lo mío se debe al cinturón de mi padre, que era muy estricto conmigo…” Jaime, como telefonista, tenía un plus: no sólo escuchaba a los distintos interlocutores, si no que, además, intervenía. De tal manera que si una persona de fuera del pueblo le preguntaba a una vecina si el domingo había llovido, y la vecina le respondía: “uy, sí, Marta, llovió a cántaros!”, Jaime, con una voz nada forzada y sin disimulo ni vergüenza, replicaba: “bueno, señora, a ver, llovió, sí, pero nada, cuatro gotas…”

Jaime, un buen día estaba apoyado en la fachada exterior de la “centralita”, algo pensativo y taciturno. Le pregunté que cómo andaba y, con ojos achinados (un punto de ironía, clásico en la comarca) me comentó: “como creen que soy tonto, han querido timarme en la ciudad. El próximo sábado, mi sobrino celebra su Primera Comunión. He ido a una casa de fotografía y he comprado cuatro rollos de película para tirar unas fotos. Cuando he regresado, mi hermana me ha dicho que soy un imbécil, que me han vendido rollos caducados desde hace años. ¿Sabes que pienso? ¡Que los gilipollas son ellos, los de la tienda: porqué no pienso tirar ni una puta foto! ¡Se van a joder esos mamones!”

Tras esa brillante explicación –y oyendo el típico ruido de una llamada- Jaime entró velozmente en la “centralita”. Viendo las lucecitas con dos números encendidos me dijo con rara discreción y voz escondida: “pasa, pasa: es doña Rosa que llama a Pepe, el marido de Catalina! Son amantes, ¿lo sabías? Se va a armar un buen pitote…Ven, ven, que lo vamos a oír…”

Con la técnica moderna, se ha perdido humanidad.

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