Tengo la ligera impresión de que una de las situaciones más intensas de tristeza se produce cuando un individuo se sienta en una butaca frente a un hogar apagado, es decir, ante una chimenea que no absorbe ningún tipo de humo inexistente; ante nada que haga sentir, cercanas, las llamas de un fuego que, por no brillar, tampoco mantiene sus constantes de color, de vistosidad ni de espectáculo natural; ante la real ausencia de leña ni consumida ni dispuesta a la quema inocente y casi ingenua.
Y así me siento cuando, después de muchísimos años de compartir mi particular fuego amigo -y por circunstancias ajenas a mi persona- me veo a mi mismo, me reflejo, tal como el individuo del inicio de mi escrito: con un sentimiento de soledad contundente, lleno de un vacío persistente y algo lúgubre y, para más inri, agobiado por pensamientos algo oscuros que no hacen más que ensombrecer mi semblante y, con él, mi fuero interior; mi propio yo, que viene a ser lo más próximo a lo que, poéticamente, denominamos “alma”.
El fuego, como tal, puede llegar a ser una calamidad; una profunda causa de desperfectos naturales y, a la vez, una tragedia innegociable con el bienestar y la sensación de vivir con una cierta tranquilidad. El fuego se cobra -desde lo más ancestral de la antigüedad más antigua- una cantidad de víctimas enorme, colosal, insaciable. La aparatosidad escandalosa de su fuerza destructiva es inconmensurable y su fuerza destructora no tiene parangón en el escalado de violencias que suele provocar el azar -cuando es el caso- o la malicia humana en otra de sus más siniestras demostraciones.
El final de mi otoño y el inicio de mi invierno me han impedido, este año, gozar de mi hogar lleno de vida y me han postrado en un estado desagradable en que la tristeza por este simple hecho ha hecho, está haciendo, mella en mi ánimo ya algo troceado por el tiempo transcurrido desde mi llegada al mundo en una fecha ya muy lejana, distante y que parecería imperceptible si no fuera por las huellas incontestables que mi cuerpo evidencia y que, yo, mal que me pese, debo reconocer y apechugar ante mi y, sobre todo, ante la sociedad que me rodea.
El fuego en un hogar es una representación ineludible de vitalidad; se trata de un espacio de reflexión en el que -con la constante diversión de unas llamas irrepetibles (como el agua de un río o la corriente de un océano)- la mente consigue un impacto decisivo sobre las cavilaciones de un ser humano.
Ante el precioso espectáculo de un fuego controlado y amigo la nostalgia acude presta y directa al corazón del presenciante y el olor a leña quemada impregna los más hondos sentimientos personales exactamente igual que el aroma, incisivo, de la hierba recién regada por una lluvia divinamente caída, persistente y fértil.
La visión directa del fenómeno inigualable de una chimenea encendida le transporta a uno a un sinfín de sensaciones que se convierten, en un abrir y cerrar de ojos, en sentimientos, unos, los más, de una certera felicidad y otros, los menos, de una inmensa tristeza. Energías (positivas) y desgracias sumen al pensamiento en un mar de confusiones que reflejan, fielmente, las dicotomías de la vida. Frente al fuego del hogar las doctrinas se desvanecen y las chispas del leño se asemejan a las dudas y contradicciones humanas pero, también, a los apretones que producen los momentos íntimos de tono más feliz, más intensamente feliz.
El color que desprende el fuego se introduce en las retinas e ilumina el fondo de la vida; de aquello que no se desprende de la calidad interior de cada uno de nosotros.
¡Feliz año 2020!