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Impaciencia: un modo de vida

Por Jaume Santacana
miércoles 04 de diciembre de 2019, 04:00h

La voz del pueblo califica como impaciente a quien carece de paciencia. Habitualmente, aquello que define el vulgo, con una serenidad impactante, suele ser de un “perogrullo” que tira de espalda. La comunidad social no está para filigranas fílosóficas o semánticas y va a lo seguro: impaciente es aquel que no tiene paciencia... y aquí paz y después gloria..o como lo de las lentejas, si quieres las tomas y si no las dejas. He aquí un modelo contundente alejado de la ciencia y de la finura profunda, pero con un arraigo atávico y rebosante de sinceridad; de aquella sinceridad con la que, normalmente, se atribuye a la gente anónima pero respetable hasta el tuétano.

Siguiendo el hilo de lo definido popularmente y aumentando el significado de lo descrito podríamos llegar a pensar que la persona impaciente no tiene la capacidad de esperar “algo” (cualquier cosa) sin ponerse nerviosa. Como consecuencia de lo último, tampoco goza de la facultad de realizar acciones más o menos minuciosas o complejas que requieran de cierta calma para llevarlas a cabo.

Es costumbre determinada y consolidada por no se sabe exactamente quién, describir como “buenos” a los humanos pacientes y – como consecuencia lógica- se trata a los seres impacientes como a “malos” de la película terrenal. Yo -y me perdonarán por el abuso de egocentrismo (sin disculpa para un elemento que bordea el periodismo)- soy impaciente; terriblemente impaciente; brutalmente impaciente. Y me siento feliz sin esperas inútiles. Inútiles para mí, claro está: no para la humanidad (multitudinariamente paciente) que, en el transcurso de la vida, me va arreglando las cosas más prácticas para que un servidor las pueda utilizar disfrutando sin excesivas demoras.

La paciencia se asocia, casi siempre, a tres infinitivos verbales: aguantar, soportar o tolerar. Se trata de una actitud que puede ayudar a un individuo a sobrellevar las dificultades y los problemas que se le encaran hasta poder conseguir lograr sus objetivos. Job es su “dios”, su ídolo, su mito eterno. El habitual sufrimiento con que suelen amenazar las prisas a todo el mundo es instalado -por ellos, por los pacientes- encima de un altar sobre el cual se ofrece como sacrificio a Job. No hay derramamiento de sangre pero, a cambio, se sublima una dura experiencia: la espera.

La paciencia puede relacionarse con otra virtud -de la cual también carezco, ¡ay!: la perseverancia, vendible como constancia y firmeza en nuestro proceder a la hora de realizar una determinada tarea o incluso en nuestra forma de ser, en general. Una persona perseverante no permite que los pequeños tropezones la lleven a bajar los brazos y tire la toalla antes de conseguir resultados eficientes. Mi menda tiene un par de segundos de margen antes de arrojarse al vacío si alguna pequeña cosa se le lía pasado ese tiempo de límite. El sólo intento de concentración antes de ponerme manos a la obra ante algo (mecánico o artesanal) a construir o a arreglar o a instalar ya me pone violentamente nervioso; en estos casos, ya no alcanzo a iniciar mi cuenta atrás de los dos segundos citados anteriormente.

El auténtico y genuino impaciente se pone a parir ante un cajero automático de banco (exterior o interior) en el cual un pesado se apoya -como si estuviera en la barra de una discoteca- y se dedica a hacer mil operaciones sin tener en cuenta las quinientas personas que están esperando para sacar diez miserables euros. Lo mismo con los que se entretienen ante las taquillas de la estación de tren o en los puestos de check-in de los campos de aviación o en los supermercados o... ¡tanto da que da tanto!

La duración de los semáforos es otro calvario para los impacientes; aunque si cuando la cosa se pone verde, el tío o la tía que se halla en primera linea de fuego tarda seis segundos en arrancar constato en mi cerebelo una sensación de enfado e irritación que ni se sabe. Cuando voy por la calle con el objetivo de entrar en una determinada tienda y veo a alguien (con pinta de pesado y tardón) me disparo a correr como una gacela perseguida por un tigre de bengala y procuro entrar antes para agenciarme el producto que necesito antes de esperar los diez minutos del individuo. Y así, con todo.

Sólo pretendo que, a los impacientes, se nos conceda un pequeño crédito personal (sin ánimo de lucro) para que los pacientes -ya que lo son y lo demuestran a cara descubierta- nos cedan siempre, siempre, el paso. Ya que tenemos este terrible defecto mental deberíamos gozar de una cierta comprensión por parte de los “sin tiempo”, los “sin reloj” y conseguir que nos dejaran pasar prioritariamente en todos aquellos lugares públicos y privados en los cuales la rapidez forma parte de una cierta cultura positiva.

Total, la impaciencia tiene prisa; pero a ellos, generosos, les importa un pepino esperar y esperar hasta la muerte. E incluso hasta después de finar.

¡Gocen de la espera, hombre y no jodan a los defectuosos impacientes!
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