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Alaridos en remojo

Por Jaume Santacana
miércoles 11 de septiembre de 2019, 05:00h

Se va marchando la canícula; y, con ella, el calor; y con el calor el inevitable y clásico chapuzón estival. Quise escribir este artículo justo al principio del verano; pero dejé pasar el tiempo por si un acaso las aguas volvían a su cauce y el problema detectado hubiera ido en retroceso. ¡Pero, ca! Verán ustedes: el personal, en general, suele introducirse en el agua en dos medios distintos: la piscina o la playa (dejo por sentado que la gente no tiene por costumbre zambullirse en charcos, piscifactorías o depuradoras; y también entiendo que la ducha no significa introducción sino aspersión cenital).

¿Han observado ustedes que los practicantes de piscina chillan y braman como orates? Un servidor ha constatado este hecho desde que tiene uso de razón, si la tuviere. Y no me estoy refiriendo solo a los niños, no. A la que se juntan más de dos personas en el césped que rodea la piscina, inmediatamente se ven obligados –por lo que parece- a vociferar como energúmenos; tal como si los fueran a quemar vivos en una pira preparada para arder a la orilla del Ganges.

Fíjense, observen con atención y verán que el fenómeno es universal. Entran en el recinto –sea público o privado- con una cierta serenidad y contención; pero cuando ya están semidesnudos y vislumbran el agua del recipiente, dan un giro a sus vidas y se ponen a berrear como sinvergüenzas. No paran de chillar hasta que se volatizan y se largan, ya bien pasados por agua. Y yo no dejo de preguntarme el motivo de tamaña actitud. ¿Se trata de un tipo de insolencia congénita? ¿Lo aprenden en el colegio? ¿Es una tendencia ancestral? ¿Imitan series de televisión o videojuegos?¿Lo hacen solo para tocar los huevos a la minoría civilizada?

Años ha, fui propietario de una posesión en un lugar recóndito de la provincia de Segovia, en Sotosalbos, un pueblo que rezumaba mansedumbre por los cuatro costados. En un momento determinado, los vecinos colindantes a mi mansión construyeron una piscina. A partir de aquel verano, concurrieron a su piscina, a diario, primos lejanos, amigotes, tíos con sus correspondientes tías y sobrinas, bisabuelos (que también chillan como condenados, pero sin dentadura), bebés lloriqueantes, esperpénticos y con gimoteos chirriantes de constancia periódica y un sinfín de parentela ambulante, algunos miembros de la cual jamás se habían acercado a Sotosalbos a saludarles; ni siquiera les llamaban por teléfono para saber de su salud. El escándalo –en ocasiones día y noche- era morrocotudo, insostenible, de magnas dimensiones. Vendí mi finca y me compré otra en Trinidad & Tobago… Pero allí, ¡ay!, los negritos también gritan, solo que hay menos piscinas.

La playa, aunque mucho más concurrida, es más silenciosa; o, por lo menos, la humanidad quemada por el sol no habla con tanta notoriedad volumétrica. Si uno se olvida de las radios a toda potencia (“coge tu sombrero y póntelo”); de los balones hinchables que vuelan por la arena hasta que se estrellan en la calva de un farmacéutico jubilado; de los niños que corretean entre los paisanos y paisanas que se cuecen a sol lento sobre las toallas de las personas recatadas; del cochino aroma que desprenden las cremas antisolares y, sobre todo, de los jugadores que, en la orilla, se lanzan pelotitas con sus cochambrosas palas, ocupando un espacio común y público y, además, salpicando a los neoentrantes en el mar...; si conseguimos olvidarnos de todos estos factores, la playa no está tan mal.

¡Que vuelva el invierno, por favor!

PS. Sí, regresemos a las estaciones civilizadas y, ya de paso, nos quitaremos de encima la pesadilla de las chancletas: ¡aghhh!

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