Justo en el momento de pasar el ecuador de la etapa estival y por detrás, ya, de la festividad de la Asunción de María, da la impresión de que los calores inician muy pausadamente su retirada y, a lo lejos, se empiezan a vislumbrar, confusamente, los primeros albores del otoño.
Los clásicos, típicos y tópicos comentarios de principios de verano acerca del calor propiamente dicho han entrado en un declive incontestable; de hecho, ya nadie se preocupa formulando frases de queja sobre la especificidad meteorológica, tales como “¡uf...!, eso no hay quien lo aguante!”; “¡Estoy que me ardo!”; “¡Este jodido calor va a acabar conmigo!”; “¡Ni con to el balcón abierto...no hay manera!” y un larguísimo etcétera. Son expresiones, éstas, que se suelen soltar en tiendas, mercados, iglesias u otros puntos de reunión como la simple calle. Y son consignas que tienen lugar entre mediados de junio hasta finales del mes de julio. Pasadas estas fechas entre San Juan y Santiago) este tipo de conversaciones -tan sudadas como verídicas- dejan de poseer su actualidad por tres motivos principales: porqué el bochorno va aflojando, porqué ya no queda nadie con quien iniciar un palique de este estilo y, finalmente, porqué todo está cerrado.
El verano es una estación práctica por varios conceptos: el personal se atreve a circular por la calle y por el trabajo con una vestimenta ligera y, sobre todo, de un gusto muy discutible; por poder tener todos los agujeros caseros (ventanas, puertas, balcones, claraboyas, etc.), abiertos de par en par sin perder ni un ápice de calor; por tener un sinfín de excusas que permita a los gordos disfrutar de una cantidad de cervezas heladas que tumbaría al más pintado; y, ¿por qué no?, por colocarse tumbado al sol salvaje de una playa o piscina haciendo caso omiso de psicólogos, sacerdotes y brujos.
Ahora bien, no nos engañemos: el período final de los ardores y combustiones es una maravilla, ya que la temperatura se va retirando como Napoleón en Waterloo y, como consecuencia, el cuerpo lo agradece. Y no solo por eso: la esperanza, ya visible, del acercamiento del otoño, con sus higos y granadas, con sus setas y nueces, con sus lluvias -más o menos torrenciales y catastróficas- y tal y cual Pascual, ofrece al sufrido vividor la posibilidad de creer en algo mejor, de agarrarse a la fe de las promesas alcanzables y, además, de observar como el “maligno” (calor, sudor, malos aromas generalizados y viceversa que decía aquel) se aleja de nosotros y San Miguel Arcángel (29 de septiembre) nos saluda, gentilmente, con aires de frescores, con humedades lluviosas, con nieblas despistadas y con un libro para ir leyendo mientras el fuego del hogar consume sus raciones de encinas u olivos que parecían eternos y, finalmente, no lo han sido.
Pronto, en unos cuantos días y lunas, las comadres del Mercadona se volverán a reunir bajo techo para reiniciar la retahíla de frases sobadas pero auténticas referidas, en esta ocasión, al frío que nos invade sin piedad y que nunca, nunca, se había pronunciado con tanta intensidad como este año. Y los agujeros caseros se irán cerrando, la indumentaria personal irá evolucionando a más (volverán a lucirse los chandales carcelarios con capucha y tal), las asquerosas sandalias que muestran -impúdicas- las deformaciones de las extremidades inferiores regresarán al sitio de donde jamás debieron salir, o sea, los armarios zapateriles y, para ir acabando, los gordos (y las gordas: ¡ojo al parche de la cuota, no faltaría más!) cambiarán las cervezas por los pacharanes o los orujos de las largas sobremesas otoñales con cuñados idiotas (por poner algún calificativo a la cosa; además, no es nada personal). La vida, realmente, volverá a su casilla otoñal que, por otro lado, no es nada nuevo bajo el sol. Todos los años lo mismo, ¡coñe!
Ya podrían inventar alguna otra estación algo más cachonda, ¿no?