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Perdone usted, señor dinosaurio

viernes 29 de marzo de 2019, 10:14h

Ha 65 millones de años -millón arriba, millón abajo-, nuestros antepasados cometieron el primer episodio de denegación de auxilio y saqueo de la historia. Un pedazo de asteroide acababa de caer en el Golfo de México y el calor desprendido por la energía que liberó aquel choque se expandió por todo el planeta, provocando que solo aquellos animales que por su pequeño tamaño y dieta pudieran permanecer ocultos en sus madrigueras sobrevivieran, entre ellos, su 'abuelo' y el mío, querido lector.

¿Qué hicieron entonces nuestros ancestros? ¿Ofrecieron refugio a aquellos desprotegidos herbívoros gigantes con los que convivían desde hacía 140 millones de años? ¡No! Los muy sinvergüenzas esperaron a que el calor los asfixiase o a que perecieran de inanición y... se los comieron, lo que les permitió crecer del tamaño de una ardilla al de Donald Trump y hacerse suyo el planeta.

Un poquito más acá, hace 35.000 años, nuestros más cercanos 'abuelos' africanos, llegados sobre un tronco de baobab del otro lado del estrecho de Gibraltar -que entonces no era inglés, sino neanderthal- o caminando desde Asia Menor -que ya es caminar-, encontraron aquí a los fornidos habitantes peninsulares sesteando en sus cavernas, asándose un jamón de rinoceronte lanudo o fabricándose navajas con colmillos de tigre dientes de sable.

¿Y qué hicimos los africanos? ¿Les enseñamos a correr eficientemente delante de los depredadores o a protegerse del calor? ¡No! Asaltamos sus hogares, nos comimos sus bayas, nos apareamos a lo bruto con sus hembras, les transmitimos toda clase de enfermedades y parásitos tropicales y acabamos en unos pocos miles de años con estos simpáticos tipos de mandíbulas prominentes y enormes cejas.

Todavía, en cambio, no he escuchado a ningún presidente mejicano, a ningún podemita exaltado, a ningún independentista catalán, a ningún periodista británico, a Nicolás Maduro -aunque, en este caso, no lo descarten-, ni a ningún abogado belga invitarnos a pedir perdón al señor Tiranosaurus, a la señora Triceratops ni a nuestros primos Neandertales por el estropicio genocida que con ellos cometimos.

Los españoles modernos, en cambio, somos culpables irrendentos de toda clase de crímenes, que nos afean desde británicos a alemanes, pasando por indígenas californianos e intelectuales hispanoamericanos.

Pese a que en siete países de Sudamérica vive hoy día una población indígena superior al 80% del total de sus habitantes, y en muchos otros representa más de la mitad, resulta indudable que los principales genocidas del nuevo continente fuimos los españoles. Lo de los británicos, irlandeses, alemanes y holandeses en el norte -donde la población indígena superviviente, estabulada en reservas, no alcanza siquiera el 1%-, fue solo cuestión de mala suerte. Porque ellos actuaban en nombre de la libertad y el progreso y, en cambio, los cenutrios de los colonizadores españoles lo hacían para servir al Rey nuestro Señor y a mayor Gloria de la Fe verdadera.

La leyenda negra de España, que la Europa protestante esparce impunemente desde hace siglos, no es un mito. Cierto es que Franco encontró en ella la excusa perfecta para justificar su aislamiento y represión y contribuyó a convertirla en una broma macabra, como aquello del 'complot judeomasónico' o la cantinela de las 'hordas marxistas' que amenazaban la civilización cristiana.

Pero, cuarenta y cuatro años después de la muerte del dictador, mientras España vive el más largo período de libertad y democracia de su historia, pervive en el alma de esa Europa del norte su prejuicio supremacista sobre todos nosotros.

La entrevista que el periodista británico a sueldo de una televisión alemana, Tim Sebastian, realizó a nuestro ministro de asuntos exteriores, Josep Borrell, consiguió -con razón- desesperar a éste, porque parecía como si regresáramos a ese pasado en el que fuimos objeto de vigilancia. Sebastian sacó de su chistera la enciclopedia de tópicos antiespañoles -que tanto rédito han dado al independentismo catalán- y los desplegó machaconamente.

Los observatorios internacionales más reputados, en cambio, califican año tras año a nuestro país como una de las democracias con mayor margen de libertad existentes en nuestro planeta. Pero el prejuicio es el prejuicio, y nadie sacará de la mollera de Mr. Sebastian que somos una raza eminentemente violenta y dispuesta a masacrar al disidente. Tiene tela que eso lo diga un inglés que trabaja para alemanes, porque lo cierto es que los unos exterminaron a millones de indios norteamericanos y poblaciones indígenas en todo el orbe del British Empire, amparados bajo el manto protector de la bandera de una democracia -fuera la británica o, más tarde, la estadounidense-, mientras los otros, hace tan solo 74 años, tenían una eficiente industria de hornear judíos, gitanos y rojos de diverso pelaje, ignominia que no parece afectarles demasiado a la hora de esparcir reproches sobre los demás.

En cualquier caso, y para que no se diga que somos rencorosos, y aun con 65 millones de años de retraso, le ruego nos perdone, señor dinosaurio.

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