Dejar transitar los dedos por encima del teclado blanco y negro y poder percibir, como recompensa, un sonido acorde y armonioso es uno de los actos humanos más deslumbrantes que una persona puede ejecutar durante su vida. Es mi caso.
En mi casa -en la casa donde tuve el placer de convivir junto a mis progenitores y hermanos- siempre hubo un piano situado en un lugar bien visible del hogar, en un emplazamiento suficientemente honroso. En mi persona -en mi entonces “pequeña” persona- siempre me causó una gran impresión la monumentalidad del instrumento de percusión. Para mi inicial sensibilidad, adopté una posición ligeramente respetuosa y, si me apuro, hasta un tanto ceremoniosa. Admiré el tal mueble como si, de verdad, tuviese algo de mágico, algo fascinante y misterioso; algo que hechizaba. Nunca me dejó impasible moverme alrededor de aquel cachivache que, mudo imponía y que, librado a las manos de algún delicado intérprete, dejaba fluir entretenimiento y complacencia a manos llenas.
Mi amadisima hermana, Montserrat, ha dedicado su vida entera al piano. Tuvo, durante su brillante carrera, el gran honor de contar como maestra a una de las mejores intérpretes de todos los tiempos, Alicia de Larrocha, una mujer de manos extraordinariamente cortas y de una sensibilidad y nervio a prueba de pianistas celestiales. Así pues, durante mi más tierna infancia, tuve el inmenso placer y la enorme consideración de poder observar aquel mueble tan extraño en plena ebullición de maravillosos sonidos; la caja de madera abría su hermético cajón y de sus teclas emergía un sonido paradisíaco que me embobaba y, a la par, sedaba, dulcemente, mi mente infantil y, más tarde, juvenil. Nunca jamás podré devolver a mi hermana, ni siquiera una parte, de aquella colosal felicidad que tuvo a bien regalarme.
En los ratos en que el instrumento quedaba libre, me fui atreviendo a sentarme (con almohadones que aumentaran mi presencia física), frente a aquel teclado misterioso e impactante con el ánimo inconsciente de intentar desprenderle algún tipo de resonancia lo más melódica posible; dentro de mis escasas posibilidades, claro. Poco a poco, no obstante, consegui arrancar de las teclas, sobretodo de las blancas que, para mi, eran mucho más sencillas, algun tipo de cadencia, de musicalidad e incluso, con el tiempo, me arriesgué a apañar algún más que discreto acorde. Alcancé, finalmente, a construir un par de melodías y conformarles un acorde en el que apoyarse. Aprendí violín y realicé la carrera de solfeo, aunque nunca estudie, teóricamente, ningún atisbo de piano.
Llegados al punto sesenta y ocho de mi vida (un punto ya lejano de aquellos pinitos de persona) sigo experimentando un descomunal placer cada vez que, a menudo, me siento en la banqueta aterciopelada e interpreto (a mi manera, claro; manera discutible, no faltaría más,,,), piezas de todo tipo que serenan mi ánimo, me reconfortan el oído y me procuran una satisfacción irrepetible según mi propio concepto de goce humano. Advierto las yemas de mis dedos resbalar por la superficie irregular del teclado -fiel ejecutor de los choques contra las distintas cuerdas que se alojan en las tripas del instrumento- y constato que los sonidos que llenan la estancia me ofrecen, quizás involuntariamente, flores frescas y perfumadas que regalan mis oídos. O a mi me lo parece.
Quiero tanto a mi piano -mi primer juguete infantil- que lloraría desconsoladamente, si un día tomara, mi piano, la firme decisión de marcharse de mi casa, cansado de tanta discordancia senil y en busca de unas manos más ligeras y expertas que supieran sacarle a él una infinidad de notas que elevaran el placer de otras personas que rodearan el instrumento.
Piano: ¡no me dejes, por favor! ¡te quiero!