El deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y Rusia y la escalada verbal de las declaraciones de sus mandatarios en los últimos meses, así como el desarrollo de los acontecimientos en algunos puntos calientes del planeta, parecen abocarnos a una vuelta a la Guerra Fría, la situación de confrontación no bélica directa entre los dos grandes bloques de países aliados de EE. UU. y la URSS respectivamente, que dominó la política planetaria desde poco después del final de la Segunda Guerra Mundial hasta la desintegración de la Unión Soviética a principios de los años noventa del siglo pasado.
Si algunas de las características de la Guerra Fría fueron la confrontación dialéctica permanente, la carrera armamentística, los tratados para reducción de armas nucleares y convencionales, nunca cumplidos en todos sus términos o directamente incumplidos, el enfrentamiento bélico indirecto mediante actores secundarios interpuestos en conflictos regionales y la amenaza de destrucción mutua asegurada, que era, paradójicamente la garantía de no conflagración directa, no pueden caber muchas dudas de que nos encontramos ante una situación similar.
La participación en bandos opuestos en la guerra de Siria, las sanciones económicas a Rusia por la anexión de Crimea y su implicación en la rebelión del Donbás en Ucrania, las contrasanciones comerciales impuestas por el Kremlin, el apoyo a bandos opuestos en el conflicto civil de Venezuela, el anuncio de EE.UU. de retirarse del tratado de desarme nuclear, seguido de la amenaza explícita de Putin de apuntar con misiles directamente a Estados Unidos y Europa si Trump decide instalarlos en el Viejo Continente, son elementos todos ellos, y no los únicos, que nos recuerdan inequívocamente los tiempos de la Guerra Fría.
El mundo, sin embargo, no es el mismo. China es ahora la segunda economía del mundo, avanzando inevitablemente hacia el primer puesto, y una superpotencia militar por sí misma. En Europa, la Unión Europea postbrexit reúne a 27 países, entre ellos todos los del antiguo bloque de aliados de la URSS en el Pacto de Varsovia, que ahora forman parte de la OTAN y han surgido varias potencias regionales con un papel mucho más relevante y mucho más poderosas que hace cuarenta años, como Turquía, Irán, India, Paquistán, Arabia Saudí y la propia Israel, además de Japón y Corea.
Europa y Canadá, los aliados de EE.UU. en la OTAN, no deberían dejarse arrastrar a la confrontación que parece que interesa a Trump. La actual administración de Washington está realizando una política de retirada sistemática de la mayoría de organizaciones internacionales, un aislacionismo coherente con el lema “America first”, y de creciente enfrentamiento con Rusia y China, a la vez que requiere de sus aliados tradicionales, especialmente de Europa, un seguidismo acrítico y ciego, sin derecho a voz ni voto. Asimismo, no parece acabar de calibrar adecuadamente los riesgos de algunas de sus acciones.
El presidente Putin, que tiene su propia agenda de devolver a Rusia el estatus de potencia mundial y al que, por tanto, la retórica belicista le es beneficiosa para enardecer el patriotismo de sus ciudadanos y hacer que olviden, al menos en parte, la extrema precariedad de la vida diaria de la mayoría de rusos, en contraste con la obscena acumulación de riqueza de los oligarcas y la cúpula política del país. Pero tiene razón cuando en el último discurso del estado de la nación ha advertido a Estados Unidos de que quizás no han evaluado adecuadamente el daño que los misiles rusos, especialmente el nuevo misil de velocidad ultrasónica, pueden causar en su territorio.
A Europa, por razones obvias, no le interesa este clima belicista de confrontación permanente. En una eventual guerra probablemente quedaría destruido todo el planeta, pero lo que es seguro es que el territorio europeo quedaría arrasado y convertido en un erial para milenios. Por razones de supervivencia, a los europeos nos interesa un clima de distensión y buena vecindad con Rusia, sin dejar de plantar cara a sus aspiraciones expansionistas, lo que requiere diplomacia y una fuerza militar poderosa, pero estrictamente defensiva, que no sea percibida como una amenaza por los rusos, pero sí como una disuasión a veleidades anexionistas de países y territorios fronterizos, antiguos miembros de la Unión Soviética.
En tiempos de la Guerra Fría se acuñó también otro concepto, coexistencia pacífica, que implica paz, distensión y respeto mutuo. Sin duda, a los europeos nos conviene mucho más.