Una de las pocas cosas seguras de las próximas elecciones generales del 28 de abril, salvo sorpresa monumental, es que no será posible formar un gobierno monocolor y será necesario configurar un ejecutivo de coalición.
Tras cuarenta años de democracia parlamentaria, será la primera vez que se dará esta circunstancia. Hasta ahora, todos los gobiernos del presente periodo democrático han sido monocolores, lo que convertía a España en una excepción en el conjunto de los países europeos, especialmente de los de la Europa occidental.
En la mayoría de estados europeos los gobiernos de coalición son más o menos usuales, pero no excepcionales. Son habituales en Italia, Alemania, Austria, Bélgica, Holanda y los países escandinavos. Incluso en el Reino Unido, cuyo sistema electoral de circunscripciones individuales favorece la formación de mayorías absolutas, el gobierno liderado por Cameron fue de coalición con los liberal-demócratas. Y en Francia, con una arquitectura institucional de poderes repartidos entre el presidente de la república y el gobierno surgido del parlamento y con un sistema electoral mayoritario de doble vuelta, que también favorece, igual que en el Reino Unido, las mayorías absolutas, ha habido también gobiernos de coalición, de los socialistas con los comunistas en el primer mandato de Miterrand, por ejemplo.
Así pues, el hecho de no haber tenido ni un solo gobierno de coalición en los últimos cuarenta años, convierte a España en una rareza entre los países de nuestro entorno, más aun entre los que tienen un sistema electoral proporcional. Quizás una de las causas principales radique precisamente en que nuestro sistema electoral al Congreso no es plenamente proporcional. La conjunción del sistema d’Hondt de asignación de escaños, que favorece a las listas más votadas, con una perversa distribución por provincias, provoca una sobrerrepresentación de las áreas con menor población y desvirtúa la proporcionalidad, que solo se cumple en las pocas circunscripciones más pobladas y que reparten un número alto de diputados.
A pesar de todo ello, la descomposición de los dos partidos mayoritarios, minados por la corrupción y la ineptitud, ha conducido a la irrupción electoral de dos partidos medianos y quizás en estas próximas elecciones haya un total de cinco opciones políticas con un número sustancial de escaños, lo que obligará al primer gobierno español de coalición desde 1978.
El sistema electoral se diseñó para favorecer la supremacía de dos partidos grandes, que eventualmente se alternasen entre sí, concediendo un papel residual a un posible tercer partido y a los nacionalistas y regionalistas periféricos. Durante muchas elecciones funcionó como estaba previsto, con uno de los dos grandes consiguiendo mayoría absoluta o un número de diputados cercano a ella, que podía fácilmente complementar con el apoyo parlamentario de alguno de los pequeños, pero sin formar en ningún caso gobiernos de coalición. El tercer partido de ámbito estatal, el PCE, después Izquierda Unida, nunca llegó a sobrepasar los veinticinco escaños y los nacionalistas catalanes y vascos se convirtieron en el apoyo parlamentario habitual cuando sus votos eran necesarios.
Este estado de cosas fue creando una cultura política en los partidos mayoritarios de resistencia absoluta a formar coaliciones, reforzada por la renuencia al hecho de que compartir el poder implica un mutuo control y, por tanto, dificultaría las prácticas habituales de financiación ilegal, nepotismo y endogamia.
Esta resistencia ha perdurado incluso hasta cuando ya no era razonable, como pasó tras las últimas elecciones, con un PP con solo 137 diputados, muy lejos de la mayoría y con el solo apoyo de Ciutadans, que tampoco bastaba, y aun así se empecinó en gobernar en solitario y tuvo que producirse una brutal presión externa e interna dentro del propio PSOE para obligar a Pedro Sánchez a aceptar que el grupo socialista se abstuviera y permitiera la investidura de Mariano Rajoy. Y cuando, tras la moción de censura, Pedro Sánchez se convirtió en presidente, prefirió formar gobierno en solitario con solo ochenta y cinco escaños, en lugar de una coalición con Unidos Podemos, que hubiera dispuesto de 156, insuficientes, pero que hubieran dado mucha más fuerza y consistencia a su gobierno. La pulsión a gobernar en solitario, a no compartir el poder, se ha instalado hasta la médula en PP y PSOE y ha sido nefasta para la sociedad española.
No parece que eso vaya a ser posible de nuevo. No está claro qué combinaciones sumarán y cuáles no, pero sea cual sea, tendrá que haber un gobierno de coalición. El miedo a que los gobiernos de coalición sean inestables no está justificado. Primero porque la estabilidad concebida como la quietud de los cementerios no es en absoluto deseable. Segundo porque los gobiernos españoles monocolores han dado suficientes muestras de inestabilidad por sus propios problemas internos. Tercero porque que el gobierno del país refleje al menos una parte de la diversidad de la sociedad es positivo. Cuarto porque una coalición dificulta la corrupción y el nepotismo. Y quinto, porque obliga a todas las partes a esforzarse para llegar a acuerdos y pactos y a reconocer que los otros también tienen méritos y parte de razón.