Cuando, el 3 de septiembre de 1939, Francia, el Reino Unido y naciones de la Commonwealth declararon la guerra a Alemania, se inmiscuyeron sin duda en asuntos internos de Polonia y del III Reich. No eran pocas las voces que clamaban en Europa por una no intervención y por mirar hacia otro lado mientras Herr Hitler -como se le conocía entonces internacionalmente- ampliaba el espacio vital de su imperio alemán de los mil años. Hasta el primer ministro británico, Neville Chamberlain, había tratado de negociar con los nazis. Solo la declaración de guerra y su prematura muerte le libraron de la ignominia histórica de haber pretendido llevar a su nación a pactar con aquel régimen criminal.
Rusia, y hasta la propia Polonia, habían pactado, sin embargo, con Hitler. Los primeros lo hiceron solo nueve días antes del inicio de la guerra muncial, con la pretensión de dividirse Europa con Alemania. Los segundos lo habían hecho en 1934 para mejorar sus relaciones con su vecino occidental, desoyendo a la Sociedad de Naciones, lo que permitió a la República Polaca, durante la crisis de los sudetes que desembocó en la invasión germana de Checoslovaquia, anexionarse por su cuenta el área de Zaolzie, que entonces formaba también parte del territorio checo.
Hoy es fácil adivinar qué hubiera sido del contienente si Churchill no hubiera liderado las democracias occidentales en aquella injerencia en asuntos centroeuropeos.
En las postrimerías del siglo XX, los complicados equilibrios sociales existentes en Yugoslavia saltaron por los aires junto con el régimen comunista preponderante hasta ese momento.
Las naciones que integraban la OTAN se vieron en la tesitura de tener que elegir entre asistir impasibles a los crímenes contra la humanidad que los dirigentes serbios promovían mediante su estrategia de exterminio de las minorías raciales y religiosas disidentes, o bien intervenir militarmente en el corazón de una Europa cuyos ciudadanos creían imposible que hubiera una nueva guerra en su territorio. Optaron por lo segundo, y hasta nuestros F-18 participaron en el bombardeo de puntos estratégicos situados en Belgrado.
Fue, sin duda, una injerencia en asuntos internos de Yugoslavia.
El presidente mejicano, Andrés López Obrador, manifestó hace unos días que él no creía que hubiera que inmiscuirse en la crisis venezolana y que "no le correspondía" exigirle elecciones democráticas a Maduro.
Más allá de los escrúpulos cómplices que la izquierda ha demostrado siempre con las dictaduras de su mismo color, la actitud de López Obrador es idéntica a la que mostraban los aislacionistas norteamericanos ante la guerra que arrasaba la Europa democrática antes del 7 de diciembre de 1941.
Creían que EEUU no debía intervenir a favor de las potencias aliadas, que el auge del nazismo no era asunto suyo.
La misma miopía nos llevó a la Guerra Fría, cuando se tildó a Patton de loco por proponer terminar el conflicto mundial liberando Moscú de la sanguinaria dictadura comunista que acabó subyugando a los rusos durante 73 años, de la que, por cierto, es digno heredero el régimen de Putin, el más importante respaldo de Maduro.
El líder de Podemos, Pablo Iglesias, considera, asimismo, una injerencia intolerable promover el reconocimiento de Juan Guaidó como legítimo presidente interino de Venezuela. Por el mismo motivo, supongo, debiera parecerle fatal la intervención que la URSS de Stalin tuvo en auxilio -generosamente pagado, por cierto- de la II República Española, sin la cual, el ejército sublevado -con la ayuda de Italia y Alemania, o sin ella- habría resuelto el conflicto en unos meses. Pero, de esto, claro, no dice nada.
La historia del mundo es, pues, una sucesión de injerencias. Pero es que los humanos somos unos primates peculiarmente sociales, a quienes acostumbra a molestarnos que un semejante machaque a otro ante nuestras propias narices.
La no injerencia en Venezuela, promovida actualmente por sectores izquierdistas representados en España por Pablo Iglesias o en Méjico por López Obrador, como el movimiento aislacionista americano en 1940, o el triste papel desempeñado por Chamberlain en 1938, son caras del mismo prisma, aquel miserable cristal protector que nos impide solidarizarnos con quienes sufren la opresión solo porque pensamos que eso nos mantiene a salvo de sus consecuencias.
Y ya ven que la historia nos demuestra que eso jamás fue así.