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Para intempestivos, los horarios

Por Jaume Santacana
miércoles 24 de octubre de 2018, 04:00h

Y yo voy y me digo: tanta cháchara y palique con la historia esa del debate sobre los cambios horarios que se está meneando en el corazón de Europa y, en cambio nadie, o casi nadie, se plantea el verdadero meollo de la cuestión que no es otro que el horario de las ingestas alimentarias. Resulta que a los ciudadanos (y sobre todo a los políticos) les interesa y les preocupa el tema de la luz natural. La gran discusión se centra, principalmente, en si es mejor ir a trabajar con luz de día o si oscurece muy, demasiado, pronto, por la tarde. En realidad, esta es una controversia de las llamadas bizantinas, es decir, aquellas que no tienen prevista una solución ni se la espera; además, en este mundo cada vez más asambleario, todo hijo de vecino se cree que su opinión tiene que prevalecer por encima de las demás y, claro, así no se va a ninguna parte. Y mi afirmación, lo aseguro, no tiene nada que ver con el tan manoseado asunto de la esencia de la democracia.

La auténtica polémica se debería centrar en una materia distinta, en un tema que, de bien seguro, tiene mucha más enjundia que el de la luz o la oscuridad: los horarios de las comidas. Este es el núcleo fundamental del problema básico y la solución real a todas las demás preocupaciones. España (y ahí si que no puedo decir Península Ibérica) se rige por unos horarios de condumios que chocan frontalmente con las costumbres ancestrales de la gran mayoría de países pertenecientes a la Comunidad Europea. En la inmensa mayoría de estados europeos -se sitúen en uno u otro de los husos horarios a que están sometidos- se desayuna antes de las ocho de la mañana, se almuerza entre las doce y la una del mediodía y se cena entre las siete y las ocho del atardecer. En el antiguo imperio español (algunos todavía siguen confinados en este recuerdo y se agarran como pueden a las llamadas comunidades autónomas, como si fueran Cuba o las mismísimas Filipinas) las pitanzas se suelen ejecutar entre las nueve y las diez la primera colación; sobre las dos o dos y media (una hora más, mínimo, en Madrid, ciudad de funcionarios y congresos), la comida; y a partir de las nueve y media la cena. Es evidente que con estos horarios del todo intempestivos no se va a ninguna parte. Los españoles están inmersos en unos usos y costumbres en esta materia completamente irracionales. Los europeos no se ríen más de nosotros porqué la mayoría ignoran estas normas no escritas pero cumplidas casi a rajatabla por los nativos. A los extranjeros que acuden en masa a las playas soleadas de la península les parece de puta madre los hábitos ibéricos de alimentarse a deshora; para los guiris, nuestras costumbres son ideales para celebrar sus vacaciones de paellas cochambrosas y sangrías repulsivas; les va de perlas. Algunos deben pensar en nuestra generosidad al adaptarnos a sus días de asueto; muchos lo agradecen. Seguro que creen que, pasado el período estival, nosotros volvemos a los horarios luteranos, como ellos; que les regalamos este detalle, vamos.

Volviendo a la cuestión: no importa nada si comemos con luz natural o no; aquello que nos conviene es cambiar nuestros atrasados vicios alimenticios respecto a las horas diurnas. Probablemente, si nos pusiéramos las pilas y nos incorporáramos a la sabiduría europea, los canales de televisión se verían obligadas a cambiar, de manera rotunda, sus horas de máxima audiencia que, ahora mismo, están por las nubes, por decirlo de alguna manera. El cierre de los programas estelares (en todas las cadenas, todas) es escandaloso y horripilante. Ellos, los directivos de los diversos canales, no van a cambiar sus estrategias si no se ven amenazados por una alteración del pueblo respecto a sus hábitos actuales.

Total: déjense ustedes de luces y sombras y agarren los cubiertos unos ratos antes de los actuales. Ya notarán las mejoras.
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