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Valores

Por José Luis Mateo
jueves 10 de mayo de 2018, 09:40h

Nos llenamos la boca afirmando que estamos en el momento histórico que presenta los mayores avances de la historia de la humanidad, creemos saberlo todo y somos capaces de afirmar, sin ruborizarnos, que podemos explicar cualquier cosa, que nada escapa a nuestra privilegiada mente, ni siquiera el mismísimo orígen del universo. Así somos los seres humanos. Parece que cualquier tiempo pasado fue peor, que continuamos avanzando imparables y que nadie puede detenernos. Nada como nuestra soberbia y nuestra manera, única, de entendernos por encima del bien y del mal. Y ahí radica el problema.

Para empezar, en el que venimos denominando tercer mundo, inicialmente referido a los países que no pertenecían a ninguno de los dos bloques que estaban enfrentados en la Guerra Fría, durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX, para acabar englobando, de manera anacrónica, a los países periféricos subdesarrollados o en vías de desarrollo, todo sigue igual. Nada ha cambiado. Seguimos viviendo en un planeta con muy distintas realidades, en mundos opuestos y desconocidos el uno para el otro. Seguimos siendo testigos de desequilibrios socioeconómicos injustificables, continúan existiendo alarmantes niveles de analfabetismo y no cesan los enfrentamientos armados y las guerras, que tantos países están destrozando y que tantos intereses crematísticos generan. Una auténtica vergüenza. Tristemente, Siria abre durante estos meses muchos noticiarios, pero también podemos hablar de Yemen, Libia, Birmania, Afganistan…

Y no creamos que la cosa queda ahí. En nuestro cómodo trono de occidente, desde donde parece controlarse todo, las cosas no están mucho mejor. Tras abandonar un siglo que nos dejó nada menos que dos guerras mundiales (y en el caso concreto de España, el peor de los enfrentamientos armados posible, una guerra civil), parecía que llegaba el momento de valorar lo realmente importante y olvidarnos de todo aquello que, de forma incomprensible, nos llevó a matarnos los unos a los otros. Cierto es que no hemos vuelto a tropezar hasta ese punto, aunque también es verdad que no estuvieron excesivamente brillantes quienes gestionaron aquellos complicados años de Guerra Fría entre Estados Unidos y la extinta Unión Soviética.

No obstante, algo falla. Tras esos convulsos años, no hemos sabido escoger el camino correcto. Ese era el momento en que poner sobre la mesa todo aquello que nos había llevado al desastre para, por un lado, no volver a repetirlo, no caer en los mismos errores y, por otra parte, era también un fantástico momento para aprender de lo ocurrido y dar la vuelta a una escala de valores inaceptable. Pero no aprendemos. Si echamos un vistazo a lo que nos rodea, supongo entenderán a qué me estoy refiriendo.

El dinero lo puede todo, el verbo “tener” es el primero que aprendemos a conjugar, nos creemos con todos los derechos pero curiosamente no tenemos muy claro que se correspondan con obligaciones y con el respeto de los derechos de los demás y, por si esto fuera, poco, el “yo” sigue siendo el protagonista, resultando secundario lo que no tenga que ver “conmigo”. Además, los límites brillan por su ausencia y, en un momento de crisis de las religiones, donde la libertad parece un derecho absoluto e ilimitado, olvidamos que no todo vale, que hay cosas que no se pueden o que no se deben hacer, porque atentan contra los derechos de los demás o porque, simplemente, merecen nuestra reprobación.

La crisis de valores está ahí, los síntomas los vemos cada día. A modo de ejemplo, es del todo inaceptable que podamos llegar a hablar con total naturalidad de una corrupción instaurada en tan diversos ámbitos de manera tan generalizada. ¿Cómo es posible que nadie dimita y que nadie asuma las responsabilidades por actos que tanto daño nos hacen a todos? Del mismo modo, ¿cómo es posible que lleguemos a justificar los que hasta en sentencia han sigo calificados como actos delictivos en forma de injurias, enaltecimiento del terrorismo o amenazas, bajo la para algunos todopoderosa libertad de expresión? No todo vale, no se puede decir todo lo que uno quiere, cuando uno quiere y a quien quiere, sin tener claro que pueden generarse consecuencias. Y que quede claro que voy más allá de lo estrictamente penal: es una cuestión de buena educación y de respeto a los demás. Y qué decir de lo acontecido con “La Manada”. De nuevo al margen de las valoraciones jurídicas sobre las que ya se han vertido ríos de tinta, ¿qué tipo de sujetos y con qué naturalidad pueden ir por ahí buscando esa forma de diversión en unas fiestas? ¿Qué está pasando? ¿No hay límites? ¿Todo vale?

No obstante, y aun siendo algo pesimista con el diagnóstico, quiero pensar que podemos cambiar las cosas. De hecho, entre todos podemos y debemos cambiar las cosas. No nos podemos conformar y debemos ser conscientes de que el primer paso, no lo olvidemos, debemos darlo nosotros mismos. “Todo el mundo piensa en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a si mismo” (Leon Tolstoy) Así que, manos a la obra.

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