Charles Lynch fue un revolucionario independentista que en 1780 acusó a un grupo de lealistas, es decir, americanos que continuaron siendo leales a la corona británica, y consiguió que fueran llevados a juicio como presuntos responsables de un levantamiento contra la joven república en el estado de Virginia.
Sin embargo, en contra de todo pronóstico, el tribunal absolvió a los acusados de todos sus cargos, tras lo cual Lynch, disgustado por el sentido de la sentencia, ordenó la ejecución de esta banda de lealistas -y de muchas otras-, forjándose entonces el término, que ha llegado hasta nuestros días, de 'linchamiento', aplicado a la justicia exprés del pueblo enfervorecido.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra dada a conocer ayer enjuiciaba la presunta agresión sexual de un grupo de hombres jóvenes a una chica durante los sanfermines del año 2016.
Si la justicia funcionase a golpe de sondeo o de opinión extraída de las redes sociales o de las organizaciones feministas, no habría hecho falta perder ni un solo minuto en juzgar a los encausados, puesto que éstos ya habían sido condenados. Nuestro código penal, además, se habría quedado corto, porque al 'pueblo', como a Lynch, lo que de verdad le pide el cuerpo es castrar a los violadores, y eso solo cuando reprime sus primeros instintos de anudar una soga alrededor de una rama robusta y atarle un lazo al cuello al interfecto para enviarlo al otro barrio por la vía directa, ya sea por el procedimiento de la patada al taburete, o al más clásico y peliculero de sentarlo en una montura y espolear al caballo para que salga al galope dejando a su jinete colgado del gañote y con un palmo de lengua asomando de su boca.
En España disfrutamos, supuestamente, de un estado democrático de derecho, lo cual supone que el poder judicial tiene su propia estructura independiente, escogiéndose la mayor parte de los jueces por medio de duros y exigentes procesos de selección que llamamos oposiciones, y en una menor porción de entre juristas de reconocido prestigio. Seguramente se podría mejorar el método de selección, pero tampoco es extraño o anormal en el concierto de las naciones.
Los jueces aciertan y también se equivocan, y para eso hay la doble instancia penal, que impide que nadie vaya a prisión sin haber tenido la ocasión de que otro tribunal revise la sentencia que lo condenó. El mismo derecho tienen las partes acusadoras.
El problema de nuestro país, pues, no es la justicia formal -que tiene muchas carencias materiales, pero que funciona admirablemente si atendemos precisamente a las condiciones en que en muchas ocasiones se ve obligada a ejercer su función.
El drama es que, mientras hacen falta muchos más jueces profesionales, el número de jueces aficionados o, como dice mi compañero de despacho, de catedráticos de derecho tuitero, no deja de crecer, animados por todos aquellos apóstoles del prejuicio políticamente correcto y por aquellos líderes políticos a los que estas cuestiones siempre les huelen al dulce aroma del voto, como al ínclito Pablo Iglesias.
No he leído en su integridad la sentencia de marras porque, más allá del debate social, no me interesa enjuiciar jueces, pero estoy seguro de que éstos, con mayor o menor fortuna, han intentado aplicar el derecho penal respetando las reglas del juego -carga de la prueba, presunción de inocencia y principio in dubio pro reo-, de manera que descalificar a un juzgador profesional porque lo que él entiende que ha quedado probado no colma nuestras expectativas es un comportamiento muy parecido al de los energúmenos que insultan y amenazan a los jugadores de su propio equipo cuando éste pierde, porque los jueces, no lo duden, son de nuestro equipo, no del de los delincuentes.
En cambio, si, por ejemplo, los magistrados hubiesen dictado una sentencia absurda condenando a prisión permanente revisable a los miembros de 'la manada' solo por ser un grupo de hombres zafios y borrachos -y probablemente repulsivos- y la destinataria de sus actos lúbricos una mujer, seguramente algunos de estos hooligans de la venganza mediática se hubieran echado atrás, pero muchos otros lo celebrarían con el mismo nivel de análisis jurídico y racional que han utilizado para ciscarse en los muertos de los magistrados. Y eso que han sido condenados a nueve años de prisión.