Mis pulmones suenan como la melodía gregoriana que recordamos cada víspera de la Navidad. Por algo debe llamarse sibilancia al ruido agudo que me ha acompañado entre los largos periodos de somnolencia provocada por la fiebre. Lo que comenzó con la apariencia de un síndrome gripal, propio de la época, resultó ser una bronquitis aguda que ha precisado del apoyo antibiótico y algo más que vitamina C, hasta que ha empezado a ceder la calentura una semana después. En este periodo onírico de mi vida, siquiera he llegado a saber si los fastos en honor a Cupido tuvieron más adeptos que los que iniciaban la cuaresma, aunque sí llegaron a mis oídos las airadas expresiones de júbilo o decepción que provocó el encuentro de la Champions este miércoles pasado.
Lo que tampoco he podido dejar de atender son las reiteradas referencias informativas a la escalada de protagonismo que Ciudadanos ha emprendido, aprovechando el viento a favor de las encuestas. Ruego disculpas porque mi aturdida capacidad analítica puede llevarme a conclusiones erróneas, de las que estoy dispuesto a retractarme, pero no he visto en 40 años de democracia una estrategia más torpe entre los partidos de viejo y nuevo cuño, como la que ha puesto en marcha la formación naranja. Su precipitación, heterodoxia y oportunismo político han reeditado los meses en los que les daba igual darle el gobierno de España al PSOE o al PP, como lo siguen haciendo en diferentes Comunidades y esa sensación de no saber el destino final de la papeleta les puede afectar negativamente en unos comicios generales. La capacidad de moderar políticas en ambos hemisferios sería un argumento plausible, si no tuviéramos gran experiencia en que los partidos bisagra, que comercian con su apoyo, no siempre velan por los intereses comunes. La historia nos demuestra que el mimetismo con el que algunos colectivos han pretendido adaptarse para sobrevivir ha sido decisivo para su disolución, incluso más que su exposición al delito.
El PP es una organización bajo sospecha, diferente al aprovechamiento ilícito del poder que algunos individuos han cometido bajo las siglas de todos los partidos existentes. El riesgo de que los espacios ideológicos estén ocupados por siglas establecidas desde hace décadas hace que los programas corran peligro cuando un partido pierde la confianza del electorado y éste quiera castigarlo, aunque los resultados objetivos no lo merezcan. Ese es el espacio natural para el crecimiento y el relevo generacional en el que debían perseverar los que creen que la transversalidad les garantizará su futuro.
Nada, salvo la resaca electoral catalana y los coyunturales datos de intención de voto a una eternidad de que se concreten, puede justificar que se congele un pacto de legislatura o se amenace con rechazar los presupuestos, que se trate de negociar con Podemos un cambio de la LOREG sin posibilidad de éxito por razonable que sea, el apoyo al PNV en la derogación de la Prisión Permanente Revisable cuando la sección de sucesos es la más amplia de cada noticiero, permitir que el PSOE te ridiculice, enzarzarte con tu socio en una guerra de declaraciones o parecer implacable con la corrupción cuando en el Senado te están acusando de lo contrario. Si los populares han tenido que hacer muchas travesías en solitario, los seguidores del líder mejor valorado están demostrando que saben sumar pero no consiguen que nadie se les sume.
En Génova han cerrado filas en torno a su presidente, aunque saben que no es el faro que ilumina el camino a una nueva mayoría suficiente para gobernar, sobre todo porque los suyos no acaban de descifrar los oscuros motivos por los que el gallego es tibio e indolente. Esos votos solo migrarán si existe una alternativa fiable y consecuente, fundamentalmente porque la izquierda sigue apoyada en una romántica y no siempre posible idea del bienestar, pero los conservadores hacen gala de su apelativo y no se inclinan por el primer populista con buena presencia, que no saben bien dónde estará al día siguiente.