www.canariasdiario.com

Hijos de la Gran Bretaña

Por Eduardo de la Fuente
domingo 04 de febrero de 2018, 03:00h

Me temo que esta semana no voy a ser muy original. Mucho se ha dicho en los últimos días de un tal Chris Haslam, al que dejan escribir en el dominical de The Times sobre lo vagos, maleducados, blasfemos y sucios que somos los españoles. Sin ir más lejos, en este diario se publicó el viernes el artículo How to be british del siempre inteligente y sagaz Marc González. No creo que Haslam me lea, pero me apetece contestarle. Sí, es un acto inútil, si bien determinados actos inútiles me producen una gran satisfacción. Señor Haslam, sí, los españoles somos unos putos malhablados de la hostia. Coño, joder. Lo somos porque sabemos hablar bien, pero los tacos —como los actos inútiles— nos gustan, nos llenan la boca de sonoridades rotundas y sabemos apreciar su oceánico significado. Diga de nosotros lo que quiera, pero por la gloria de Lady Di no asegure que bebemos el vino tinto frío. Semejante aberración es de gente malnacida. Por cierto, yo sí que he visto a ingleses beber coñac con hielo, que eso sí que es para que te dejen ciego con un hierro al rojo como a Miguel Strogoff. Dicho esto, vamos a ver cómo ser un vástago de la pérfida Albión.

Ser inglés es complicado. Para entender lo que significa ser un enorme hijo de la Gran Bretaña es necesario ponerse en su piel. Debe de ser duro que el inglés más grande de todos los tiempos resulte ser un amable borrachín que además era medio americano porque su madre era yanqui. Por eso Churchill no se puede considerar inglés en su totalidad, sí por la parte de güisqui y ginebra que le corría por las venas. Alrededor del 90 por ciento, lo que compensa la sangre estadounidense. ¿Qué es ser inglés?

Para empezar, tienen una religión rara. Son anglicanos pero no por protestantismo ni diferencias con Roma, que va. Resulta que tenían un rey, así orondo y medio raro en los bajos, que no conseguía dejar preñada a la parienta, pero sí a las concubinas. Por eso fue cambiando de esposa, hasta seis veces. Las decapitaba o se le morían, que para el hombre venía a ser lo mismo. Con tanto fornicio, el Papa le dijo algo así como «muchacho, ya te vale, guarda el sable, joder», a lo que Enrique, que era muy octavo y segundo de los Tudor, le contestó «que te calles, Karmele, que me monto mi Iglesia y paso de tu culo católico, apostólico y romano». Y desde entonces los monarcas ingleses son además los barandas de la Iglesia anglicana, que es igualica a la de Roma en el culto aunque visten de morado, los curas se casan y tienen sacerdotisas, que dicho así suena a rollo pagano. Con estos antecedentes, para ser inglés no olvide ciscarse en el Papa de Roma y chulear de que puede usar preservativo porque es un protestante de verdad y no un coneja católica que pare niños como si no hubiera mañana. Y para ser una buena inglesa debe reproducirse como una de esas conejas católicas de las que reniega, que las ves con veinte años y una pandilla de mocosos colgada de la falda cuando pasean por Magalluf.

Luego, tienen muy mala mar. A ver, han elevado a la categoría de grandes marinos a piratas como Sir Francis Drake, que de corsario tenía muy poco, digan lo que digan. Eso se lo han contagiado a sus primos estadounidenses que a los corsarios los llaman privateers, que suena más fino. Drake tuvo el honor de ser comerciante de esclavos y dicen que bastante cobardica en la batalla. Y por mucho que les pese, su glorioso Nelson era un marinero de agua dulce que se encerraba durante días en su camarote porque pillaba unos mareos del copón cuando se hacía a la mar y no estaba bien visto lo de un almirante echando la pota por una marejadilla de nada. Así pues, para parecer inglés lo suyo es dárselas de capitán Cook aunque seas incapaz de llevar el timón y darle a los pedales a la vez en el velomar que has alquilado en la playa.

Y ya que hablamos de playa… Nada de sol. El inglés cree que una playa es un lugar tristón y gris como Blackpool —que viene ser su Torremolinos, pero en chungo—. Por eso es lechoso por naturaleza, blancuzco, protoalbino… Lo de la playa se entiende porque tienen un clima horroroso. Así ligan tan bien el sol y se ponen gambas perdidos, que entre la radiación ultravioleta del Mediterráneo y la sangría barata se pillan unas insolaciones-colocón de esas que te vas cayendo de los balcones. Reconozcámoslo: la relación de los ingleses con las ventanas no es buena. Un inglés se despeñaría instalando Windows en un ordenador.

Otra cosa rara de los ingleses es el papeo. Buena muestra de su gastronomía es que en Londres proliferan los restaurantes griegos, chipriotas, españoles, indios… En buena medida ello se explica porque la tierra no da para más. Aquello es un páramo baldío y pantanoso. De tan pobre que es, hasta los romanos se piraron con un «ahí os quedáis, que os va a conquistar vuestra madre». Eso que sale en las películas péplum de los guerreros pictos y tal es leyenda urbana.

Lo que pasa es que los ingleses se han inventado la Historia. ¿Alguien se cree lo del rey Arturo y la espada clavada en la piedra? Venga hombre, si los ves en el bufet del hotel y no saben ni untar la mantequilla en el pan con un cuchillo romo… Se van a poner a sacar a Excalibur de un pedrolo. Tome nota: un buen inglés es más fantasioso que un catalán independentista a la hora de reescribir su pasado.

Otra gran característica de los ingleses es su querencia por el azote. Eso ya les ponía palote en los tiempos de la navegación a vela. Siempre había un oficial dispuesto a darle en el culito a un marinero por beber un trago de agua de más. Si la cosa se ponía dura lo pasaban por la quilla. Ese extraño ritual homoerótico acabó derivando en la disciplina inglesa, que viene a ser a más o menos que te pongan el culo como un tomate. No diré que eso del sadomaso —o bondage como se dice en plan finolis— sea una desviación. Miren, cada uno se divierte como quiere. El buen inglés se pone rojo en la playa o a latigazos.

Los ingleses entienden de bebidas alcohólicas, sí señor. Las entienden a todas. Ahí no hacen distinción entre el caberné soviñón y el Don Simón. El buen inglés es un prodigio de la Naturaleza capaz de metabolizar cualquier líquido alcohólico y devolverlo procesado en forma de fluido corporal —ya sea orina o vómito— sin necesidad de ir al aseo porque, como todo el mundo sabe, para eso ya están las aceras de las calles.

Permítanme ahora parafrasear al amargaviudas de Nietzsche. Decía el filósofo alemán que lo único que valía la pena de los ingleses son las piernas de sus mujeres. Es cierto que dos de las mujeres más bellas del mundo son inglesas: Diana Rigg y Helen Mirren —aunque ésta es de origen ruso, todo sea dicho—. Nietzsche decía, también, que los ingleses cuando hablan con una persona de otro país y no lo entienden, lo que hacen es hablar inglés más alto. El perfecto inglés no se molesta en aprender otros idiomas porque cree que su lengua es chachi piruli cuando en realidad es de origen germánico, como su casa real, que lo de Windsor se lo inventaron en la Gran Guerra porque lo de Casa de Sajonia-Coburgo-Gotha sonaba a kartoffeln.

El deporte tampoco es lo suyo. O juegan a cosas de gente floja como el criquet o se rompen las narices en el rugby. No tienen término medio. Creen que inventaron el futbol, cosa que pongo en duda al ver como lo entienden hoy. Para el buen inglés el futbol es dejar a la mujer cuidando de la prole en casa para irse al pub a ponerse tibio de pintas y acabar inflándose a hostias con todo lo que se mueve. Luego, si hay goles o no, eso ya es otra cosa.

Si consiguen ser ingleses, vengan a morirse a España porque hay bebercio barato, manduca buena, hace sol y tenemos hospitales de puta madre.

Con todo lo expuesto, para ser un perfecto inglés es necesario: tener un apellido alemán y cambiárselo por vergüenza por otro inventado; ser más blanco que el queso de Burgos; beber, mear y echar la pota en la vía pública; caerse de los balcones; abrasarse al sol; reproducirse como conejos; no estudiar idiomas; dedicarse a la piratería; preferir una buena azotaina a echar un polvo; cortarle la cabeza a la parienta y pillarte un berrinche de niño de dos años cuando te llaman la atención; no tener ni puta idea de lo que es la buena comida; inventarse la Historia; pegarse con otros ingleses borrachos el fin de semana; y venir a palmarla a Málaga. Si a ello le da una pátina de señorito estirado con traje a medida de Savile Road o de pija a lo Victoria Beckham lo que se consigue es un inglés igual al descrito, pero bien vestido. Ser inglés no es fácil. En realidad, es de lo más sacrificado y exigente. No todos podemos ser como ellos.

Antes de que a algún lector se le ocurra crucificarme y calzarme una denuncia por un delito de incitación al odio, déjenme aclarar algunas cosas. A mí me la trae al pairo lo que el periodista ese escriba de los españoles. Imagino que, si me leyera, él pensaría lo mismo de mí. Y no me he sentido insultado porque he entendido que se trataba de un artículo satírico, aunque es cierto que me ha parecido más propio de un hijo de puta que de un tipo que escribe en un diario tan guay como The Times.Ya han visto lo fácil que resulta minar la reputación de cualquiera con unos tópicos y algunas descalificaciones.

En serio, adoro a los ingleses, no solo a las piernas de sus mujeres. Inglaterra y los ingleses —por extensión los británicos— son capaces de lo mejor y de lo peor, tienen luces y sombras en su pasado, como todos los países. Por poner solo un ejemplo, en lo musical: es cierto que nos dieron a unos leprosos como los Beatles, aunque justo es reconocer que después se redimieron con Pink Floyd, Black Sabbath, Motörhead, Queen, Deep Purple, The Cult y otros muchísimos. Me gustaría hablarles de la emoción que siento al leer a Churchill, o cuando veo una película de James Bond, pero esa es otra historia…

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios