Todos guardamos en algún cajón alguna fotografía de esas que sacamos de vez en cuando porque necesitamos, sin saber por que razón, examinarla por enésima vez y dejarnos transportar hasta aquel momento, estuviéramos o no presentes en él. Imagino que para las jóvenes generaciones será más difícil elegir esa foto de entre las miles que se van acumulando sin posibilidades de convertirse en “la preferida” de entre todas las demás, porque hay tantas variantes de ese preciso instante y día que es difícil darle el mismo valor que antaño, cuando era muchísimo más difícil inmortalizar el momento.
De entre todas esas fotos que todavía guardo en papel hay varias que me conmueven siempre porque me transportan a la niñez de forma automática, como si volviera a revivir ese instante de mi vida. Se que es irreal, se que en realidad creo recordar el momento porque lo he visto cientos de veces en esa cartulina arrugada en blanco y negro, y que confundo memoria visual con recuerdos vividos.
En una de esas fotografías aparece mi abuela Maria y sus hijas de 5 y 3 años de edad. Esta tomada en una calle de Palma, y las niñas cogen de la mano a mi abuela una a cada lado. Al fondo se ven soldados y en realidad no parece una foto preparada sino uno de esas fotos que tienen vida propia, como si quienes aparecen en ella no fueran conscientes de que las estaban fotografiando.
Año 1937, en plena Guerra Civil, mi abuela Maria completamente sola (como otras tantas miles de personas), sacaba adelante a sus dos hijas encalando paredes todos los días de la semana. Mi madre recuerda de esa época que las tres se entretenían mientras comían poco y mal, jugando a localizar palabras concretas en los periódicos con los que habían empapelado algunas de las paredes de la casa. Comer cada día era el objetivo casi único de cada amanecer y sobrevivir. Sobrevivir a los bombarderos escondidas en los refugios y sobrevivir al miedo que es mucho peor que algunas realidades.
Esa generación de bisabuelos/as que sin culpa alguna tuvieron que andar agazapados dentro de esos refugios; esos abuelos y abuelas que sobrevivieron al pan solo o a los boniatos como único plato del día, que estuvieron acurrucados con sus padres escuchando el sonido de las bombas y que ahora acompañan a nuestros hijos (sus nietos) al colegio cada día y los cuidan cuando nos vamos de vacaciones, con un teléfono móvil que no llegan a saber utilizar por mucho que les expliquemos…. todos ellos, se avergüenzan de nosotros porque de nada habrá servido su sufrimiento si ponemos en peligro otra vez, la paz y la estabilidad que ellos no siempre pudieron tener.