Del virus de la gripe, como de los enemigos, te puedes fiar. No te fallan nunca. Están ahí, agazapados, esperando el momento en el que identifican que tienes la guardia baja y ¡zas! Sin clemencia.
Llegan cuando tienen que hacerlo. No cambian sus costumbres; su comportamiento particular es inalterable, estacional y cosmopolita. Alternan, medio año en el hemisferio norte y el otro, en el hemisferio sur. Sabemos que el frío intenso y la baja humedad ambiental, les pone. Aun así, nos cogen desprevenidos.
El enorme conocimiento que se va adquiriendo sobre los virus de la influenza, sobre sus hábitos y las formas que tienen de engañarnos no nos garantiza evitar el zarpazo anual. Se han desarrollado vacunas, ensayado tratamientos, validado instrumentos de evaluación epidemiológica y convocado a ejércitos de científicos para aplacarlos, con resultados desiguales. Hemos conseguido acorralar al VIH, al virus de la hepatitis B, noquear el virus de la Hepatitis C o erradicar a la viruela, antes que frenar al escurridizo y mutante virus de la gripe.
Cuando acertamos con los serotipos del virus del tipo A, se nos escapa la previsión de la línea del virus B. Cuando las predicciones nos llevan hacia una infectividad extrema, la epidemia pasa totalmente desapercibida.
Incluso, se permite dejarnos algunas muestras de sus nuevas capacidades. En los últimos años, entre otras anécdotas, además del gran trancazo, le está cogiendo el gusto por inflamar las glándulas salivares, en especial las parótidas, compitiendo con el todopoderoso virus de la parotiditis. Y lo que es mucho más grave, en la epidemia actual, se está constatando una sorpresiva y significativa mortalidad infantil. En estos casos, la variable que nos debe alertar es la progresiva dificultad respiratoria.
Y así estamos. Esperando que el buen tiempo se lo lleve hasta el próximo año, mientras luchamos denodadamente para que el número de afectados y víctimas sea el más reducido posible.