Resulta muy difícil sustraerse al debate social acerca de las penas que deben imponerse a los delitos más graves. El azar ha hecho coincidir la detención y confesión del más que presunto asesino de Diana Quer con la polémica acerca de la posible eliminación de la prisión permanente revisable en nuestro código penal.
Hay opiniones para todos los gustos y resulta indudable que en una cuestión como ésta todo el mundo tiene derecho a decir la suya, faltaría más, pero muchas de esas posturas parten de errores conceptuales y del desconocimiento, tanto del marco constitucional, como de los fundamentos últimos de la pena.
Lo primero que quiero aclarar es que uno también es humano y que, por tanto, tampoco yo escapo al impulso instintivo que, con la sangre caliente, interiormente me pide a gritos decapitar, ahorcar, guillotinar, agarrotar o fusilar a los terroristas, los violadores y los asesinos. Afortunadamente para la humanidad y para mí mismo, pues, no tengo oportunidad de hacer salvajadas semejantes, aunque en determinados casos me lo pida el cuerpo.
La venganza de la tribu es el fundamento último del nacimiento del derecho penal, moderado ya desde milenios antes de nuestra era por la ley del Talión -ojo por ojo y diente por diente-, norma que inició la senda de la racionalización, aplicando nada menos que la reciprocidad. Es decir, ya no valía matar a un ladrón y a toda su familia por haber robado una gallina, debia existir una cierta proporcionalidad.
No les voy a contar la historia de las sanciones penales, más o menos todos ustedes tienen una cierta idea de ello, y el cine y la televisión han contribuido además a proporcionarnos imágenes realistas de todas ellas, desde el tormento inquisitorial al garrote vil y la inyección letal.
Nuestra constitución establece como premisa fundamental el carácter rehabilitador de la pena privativa de libertad. Es decir, no se trata -al menos, no se trata solamente- de ejecutar la venganza de la tribu, sino de que el delincuente, tras haber purgado su culpa -concepto que mucho me temo que sea importado del ámbito religioso-, consiga reeducarse en la prisión para reintegrarse en la sociedad como un individuo provechoso y, sobre todo, alejado de toda actividad delictiva.
No hay duda de que esta concepción adanista del individuo se fundamenta en la confusión entre el igualitarismo, de marchamo izquierdista, -todos los individuos son esencialmente iguales-, y la igualdad ante la ley, de origen liberal, -todos los individuos son distintos pero todos deben tener las mismas oportunidades-, confusión ideológica que provoca que la Carta Magna parta del principio absurdo de que todos los delincuentes son recuperables para la sociedad, es decir, que todos ellos pueden ser rehabilitados, algo bien diferente de que todos dispongan de oportunidades para ello.
En suma, basándonos en una premisa falsa, irremisiblemente obtenemos una consecuencia errónea.
Pero es que, además, el principal procedimiento mediante el que se trata de rehabilitar a un individuo es singularmente desastroso: la prisión. La prisión -la española y todas las demás- es un estercolero social en el que se aparca a individuos que han cometido delitos absolutamente heterogéneos y en el que la capacidad real para 'fabricar' un ciudadano normal de los despojos de un delincuente tiende a cero. La cárcel responde en este momento a la pura venganza de la tribu y a nada más, absolutamente a nada más.
¿Pretendo con ello señalar que es inútil por completo? De ninguna manera, la prisión, al menos mientras no aparezca una alternativa mejor, debe existir, pero a mi juicio solo tiene justificación como mecanismo de defensa de la sociedad frente a individuos peligrosos y para los multirreincidentes, apartándolos de la circulación por el tiempo que sea necesario e incluso, si sus delitos son de enorme gravedad y su tratamiento rehabilitador inútil, de forma permanente, claro que sí.
En todos los demás casos, la prisión no hace sino cronificar un mal que quizás inicialmente era agudo o para el que la prisión es manifiestamente inoperante. No voy a quedarme aquí, al contrario, entro al trapo.
Por ejemplo, me parece a mí que los condenados -de cualquier partido o ideología- por delitos de corrupción, o aquellos otros que lo están por delitos económicos, fraudes o de guante blanco están en prisión únicamente por pura demanda de venganza social y, en el mejor de los casos, en la pretensión de utilizar la cárcel como supuesto elemento disuasorio para los demás, es decir, como mera amenaza. No delincas, que te meto en la pocilga, ese es el razonamiento. Por eso no hay el menor interés en convertir las prisiones en verdaderos centros educativos eficientes para elementos descarriados.
También creo que sería mucho más útil para todos nosotros que en lugar de purgar quince o veinte años a la sombra sin dar un palo al agua a costa del contribuyente, determinados individuos, que han mostrado en el pasado sus habilidades y capacidades, fueran sancionados con multas y socialmente aprovechados para realizar, con la duración que se corresponda a la gravedad de sus delitos, trabajos en beneficio de la comunidad, al tiempo que se pone el acento en la restitución del daño que causaron, algo que en prisión difícilmente pueden hacer. En definitiva, que devuelvan el dinero que han robado, estafado, desviado o defraudado y que paguen su delito trabajando para la sociedad, no tirados en una celda sin hacer nada.
No es de recibo que, desde el fallecimiento de Franco, época en la que existían presos políticos de los de verdad, la población reclusa en España se haya multiplicado por diez y, sin embargo, la inseguridad no solo no haya disminuido, sino que haya aumentado.
Quizás las prisiones debieran reservarse, pues, para quienes fuera de ellas van a causar más mal y revisar en todos los demás casos la naturaleza de las penas aplicables a los delitos. No me invento nada, Suecia, con unos 10 millones de habitantes, está cerrando prisiones por falta de 'clientela' y en 2012 tenía únicamente unos 4.800 presos. En ese mismo año, España tenía una población reclusa de 70.000 presos, es decir, una ratio de más del doble por 1.000 habitantes. Es cierto que en los últimos años se está reduciendo esa población, pero no se tienen redaños para afrontar una revisión general de nuestro sistema de penas que lo haga eficiente y que, al contrario que el actual, sirva para algo más que para quitar a los delincuentes de la circulación.