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África empieza en los Alpes

viernes 15 de diciembre de 2017, 05:00h

Uno de los eslóganes decimonónicos de la leyenda negra española era aquél, nacido en nuestra entrañable vecina del norte y erróneamente atribuido a Alejandro Dumas, que rezaba aquello de que “Africa empieza en los Pirineos”. De los Pirineos abajo, quería decir, claro. En los albores de la revolución liberal, ciertamente España estaba dominada por el poder omnímodo de un monarca cerril y sus alfiles militares y eclesiásticos, que ejercían un despotismo poco ilustrado, o que, al menos, mantenía a la práctica totalidad de nuestros compatriotas en la penumbra del analfabetismo, el dogma y la superstición. Hasta los años 30 del siglo XX el número de personas alfabetizadas en España no superó a las analfabetas. Ello, y la predominancia de costumbres y hábitos muy arraigados y entonces notablemente distintos a los del resto del continente, nos labró, exagerando todo lo exagerable, una imagen de sociedad más próxima a latitudes africanas que a las centroeuropeas.

El turismo y el milagro económico español de los años sesenta del siglo pasado dieron paso a la senda de la convergencia, de manera que hace ya casi treinta y dos años que nos integramos en una Unión Europea que pretende unos estándares de bienestar homologables para todos sus ciudadanos.

Sin embargo, el imperio incontrolado de las leyes del mercado provoca a veces una notable regresión de derechos en nuestro continente, que legitima que nos preguntemos si en realidad África sigue sin empezar en Punta Cires, en el extremo septentrional de Marruecos o si el planeta se ha invertido extrañamente y el atraso social comienza de los Alpes hacia el norte.

El espectáculo dantesco acaecido en aeropuertos alemanes, holandeses y austríacos la pasada semana, con miles de turistas atrapados por la falta de previsión y por la gestión catastrófica de las autoridades y de determinadas compañías low-cost, debe hacernos reflexionar acerca de lo bien que funcionan las infraestructuras turísticas y aeroportuarias en nuestro país y de lo autoexigentes que hemos acabado siendo los españoles. Quizás ello sea solo por el temor a ser tildados de tercermundistas por nuestros vecinos de arriba, cuando en realidad en muchos servicios públicos –como la sanidad, sin ir más lejos-, hace años que somos la primera potencia continental. Resultaría impensable, por ejemplo, que existiendo una planta hotelera suficiente, dejásemos abandonados en los pasillos del aeropuerto durante días a miles de viajeros sin saber cuándo van a poder regresar a su país. Sin duda, aquí se armaría una muy gorda.

La IATA y el resto de organizaciones de la aviación civil, además de nuestra legislación europea, obligan al operador aéreo a proporcionar alojamiento y sustento a los pasajeros en caso de cancelación de sus vuelos. Sin embargo, el modelo europeo de compañía low-cost, que desgraciadamente se está imponiendo en todo el mundo, no es un ejemplo de eficiencia económica, sino un montaje comercial para el recorte descarado de gastos en detrimento de la calidad del servicio, del cumplimiento de la ley y, probablemente, en ciertos casos, de la seguridad aérea, por más que se empeñen en contarnos milongas al respecto.

Las compañías basura dejan tirados a sus pasajeros porque tener disponibles aviones y tripulaciones de refresco para relevar a las que se han pasado de actividad por culpa de los retrasos cuesta dinero y, desde luego, es más fácil escudarse en las inclemencias del tiempo y en los caprichos de Zeus que contratar pilotos y tener una flota correctamente dimensionada y siempre a punto para el despegue.

Y aunque saben perfectamente que están incumpliendo la legalidad, las low-cost –incluida alguna española- abandonan a su suerte a sus clientes porque, además de la inconfesable complicidad de las autoridades que las protegen, cuentan con el factor desidia, es decir, con la constatación empírica de que solo un pequeño porcentaje de los viajeros maltratados acabará reclamando el pago de sus gastos estando dispuestos, si es preciso, a llegar a los tribunales. El resto se limitará a despotricar o, a lo sumo, se conformará con las migajas indemnizatorias que prevé la reglamentación europea y que las compañías pagan a rastras y únicamente a los más tenaces.

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