En algunos momentos, al contemplar ese mundo mediático tan accesible, acuden a la memoria ancianas frases escuchadas en aulas en rampa, con fuerte aroma a madera vieja, a historias antiguas, a sabiduría esparcida a boleo. “Gobernar también es educar”, es la que resuena con insistencia. Dos verbos, gobernar y educar, que están en constante contradicción con las noticias, los comentarios, las informaciones que se pasean ante los ojos y el intelecto de mentes más o menos sensibles a la acepción de ambos conceptos. El primero, desde hace demasiados años, trascurre en un entorno, en un estado de ánimo que es todo menos relajado, y sí encrespado a la rusa revolucionaria. Una irritación que, a ojos sinceros, está provocando que las ideologías se desparramen sin ribera por platós, salas parlamentarias, salones tertulianos, que solamente se distinguen por el nivel de agravio que se puede alcanzar en cada uno de los protagonistas confrontados. El valor de las palabras no está en las ideas que contienen, en las soluciones que plantean, sino en el desprestigio, la descalificación del otro, sea el que sea. Por un lado la izquierda — o sea, lo contrapuesto a la derecha — está llena de resentimiento, de revanchismo, mientras la derecha — o sea el “otro” — es el peor de los demonios que no merece ni existir. Y en un caldero en donde bullen resentimiento, odiosidad, miedos, descalificaciones, el ciudadano debe sobrevivir experimentando la desagradable sensación de ser gobernado desde el interés personal, sea el que sea, y no desde la búsqueda del bien común. Lamentablemente, toda palabra de queja se expande en un desierto en el cual solamente brota el resentimiento, incluso el temor a que ya no exista sosiego en un futuro. Desde aquí, no existe respeto humano alguno que impida expresar, con dolor, que durante años y más años ni nos han gobernado ni nos han educado, ni como ciudadanos ni como personas. Solamente nos han adormecido con el famosos estado de bienestar.
Sentarse ante el telediario no es sino disponerse a que las imágenes y las palabras estén repletas de violencia, de accidentes, de desgracias, de rebeliones, de incendios, de altercados. Ni el futbol, gran marihuana de este tiempo, está exento de fanatismos, algunos sanos y otros inaceptables. Y es que, a fin de cuentas, de tanto ser desgobernados, con la economía, el bienestar, el “otro de gambas”, algunos se atreven a preguntar si realmente nos interesa nuestra cultura, si miramos nuestro pasado como algo vergonzoso en lugar de glorioso. Levantamos banderas multicolores, mientras nuestras ermitas, nuestros palacios, nuestros cenobios están dejados de la mano del tiempo, cuando las arcas reales destinan sus vellones a pagar agencias, institutos, fundaciones, y miles, miles de puestos laborales cuya función jamás ha creado el órgano, sino el amigo, el primo, el hermano, el cuñado sin el cual esa “gran función” no tendría razón de existir.
Fue Woody Allen quién nos dijo que “De tanto escuchar a Wagner me entran ganas de invadir Polonia”. Pues bien, de tanto escuchar que nuestros antepasados no tuvieron ninguna altura de mira, que el ya ruinoso “Escorial de Aragón” en Teruel no merece de atención restauradora alguna, que el románico palentino puede permanecer ignoto para el estudiante, que el monasterio de Nª Sª de Salcedo en Guadalajara jamás vio pasear a un desconocido Cardenal Cisneros, de forma increíble estamos renunciando al orgullo de ser quienes fuimos por mor de un nefasto período de incultura en nuestros gobernantes, más próximos al pincho y caña, que a la tertulia del Café Gijón.
Y para colmo, dentro de esa marabunta de art. 155, de referéndums ilegales, de campañas electorales, de injerencias extranjeras, de alabanzas clericales a la sedición, de anuncios de existencia de caballos de Troya con pretensiones desestabilizadoras, de presuntuosos alardes de incumplimiento de leyes, de huidas ministeriales ante sentencias firmes por miedo a dañar sensibilidades, se nos anuncia que, ahora, no hay dinero para las pensiones, es decir, para restituir a quienes abonaron religiosamente sus aportaciones a la S.S., pensando en el mañana. Resulta que, por el contrario, llegado ese mañana, deben volver a pagar, vía impuestos, para percibir esa miseria ahorrada durante los años de trabajo. El gobierno, acunado por una parte de la oposición sedicente progresista, adorador de la fiscalidad, es incapaz de economizar, de eliminar gasto, de cerrar observatorios, fundaciones, institutos, agencias, duplicidades, direcciones generales sin competencias, defensores de la nada multiplicados por diecisiete, y así, hasta el ahorro de esos miles de millones que faltan para unas pensiones, dejando de lado con ello su manía impositiva. Lo fácil es esquilmar, lo difícil es gobernar ahorrando o eliminando lo innecesario, ocupado siempre por ese cuñado o primo o el fiel compañero de pupitre.
Cuando alguien, con sumo desparpajo y más ignorancia, se atreve a afirmar que Isabel la Católica propició un holocausto étnico, resulta muy triste recordar el que, tiempo atrás, unos hombres, con sumo orgullo, se esforzaban en levantar espléndidas catedrales merced a sus tributos y esfuerzos; ahora, sus descendientes, acuden a estadios de futbol esplendorosos, construidos gracias a millones de euros chinos. Son nuestras nuevas catedrales chinas.