Desde siempre, desde niño, he sentido una profunda fascinación por los espejos; sigo en ello. El instrumento en sí me produce una sensación del todo extraña. Un objeto tan simple, ¿verdad? Una mera superficie pulida en la que, después de incidir la luz, se refleja todo aquello que aparece enfrente. Vaya chorrada, ¿no? En realidad, no es más que un simple cristal pegado a una capa de aluminio que devuelve una imagen invertida. Eso sí, si no hay imagen, el espejo no funciona. Y si no hay luz, menos. Evidentemente, el espejo no inventa nada; en este sentido se parece al eco. Si no se les da chicha, ambos no actúan, no devuelven nada y se quedan como si tal cosa.
Parece ser que las civilizaciones egipcias, griegas, etruscas y romanas ya usaban este utensilio como objeto de tocador; es decir, que los antiguos ya se miraban a sí mismos, valga la redundancia. Y ahí, precisamente en esta concepción radica el núcleo de la cuestión: mirarse. Todos, en un momento u otro del día, solemos mirarnos a nosotros mismos. Efectivamente, nos observamos pero el espejo sólo nos reintegra nuestro físico. Eso de que los ojos son el espejo del alma vamos a dejarlo para otro día en que estemos más lúcidos. Habitualmente, nos vemos ante un espejo en la sala de baño y allí es donde comprobamos, casi diariamente, nuestro estado físico y nos damos cuenta del paso del tiempo, del crecimiento de nuestras arrugas, de la pérdida de pelo, de la intimidad de nuestras ojeras, de los cubatas de la noche anterior, de las pecas que asoman a la vida o de nuestras propias mentiras. Porque sí, algo hay de eso. Durante el acto de contemplarnos existe algún breve instante en el que no sólo nos sinceramos sino que, en ocasiones, llegamos a fiscalizarnos más profundamente, llegando a abordar ciertos aspectos de nuestra más insondable confianza; de hecho, es el único cara a cara que podemos mantener con nuestro ego, que no es lo mismo que con nuestro “otro yo”. El ego es lo más abismal que ofrece la incontrovertible individualidad del ser humano. Más abajo del ego sólo hay la muerte. En las habitaciones de los moribundos, es decir, de los agonizantes, se cubrían los espejos por el temor de que las almas de los que se disponían a entregar su pelleja quedaran encerrada en ellos.
Frente a los espejos las mentiras -inclusive las más piadosas- se muestran crudas, verídicas, rigurosas y descarnadas. Por curioso que parezca, las personas nos podemos mentir descaradamente en nuestro fuero interno pero jamás contemplándonos a nosotros mismos. Por otro lado, cuando sonreímos frente al espejo no ejecutamos otra cosa que exponer la imbecilidad que todos, indefectiblemente, llevamos dentro. El acto de mirarnos es, con toda seguridad, uno de los más trascendentes que podemos llevar a cabo en esta vida. Por muy vestidos que nos situemos delante de un espejo, una suntuosa desnudez nos hará dar cuenta de que no hay más vestimenta que la tenue mortaja. El día en que nos miremos al espejo y éste no aporte ningún reflejo, no devuelva nada, habremos iniciado el camino inverso al de nuestro nacimiento. Si, por el contrario, el espejo nos habla, deberemos tomar con inmediatez un bloody Mary, lo mejor para las resacas más imponentes.
En el siglo XVIII, el gran escritor, filósofo e ingeniero de minas alemán Georg Friedrich Philipp von Hardenberg, más conocido con el pseudónimo de Novalis, escribió esta preciosa cita: “la libertad es el gran espejo mágico donde toda la creación pura y cristalina se refleja; en ella se abisman los espíritus tiernos y las formas de la naturaleza entera”.
Les recomiendo que no rompan nunca un espejo; ya saben, se enfrentan a siete años de mala suerte.
No se lo deseo, de verdad.