Cuando me licencié, la hepatitis C no era conocida. Tuvieron que pasar algunos años hasta que se consiguieron identificar unos procesos inflamatorios hepáticos, de origen impreciso y manifestaciones muy diversas, como infecciosos. En general cursaban con ictericia; en algunos casos, simplemente con astenia y deterioro general progresivo. Eran una verdadera epidemia, una gran incógnita.
En ocasiones, cuando daban la cara ya habían deteriorado el funcionamiento del hígado de forma irreversible. Se presentaban como una cirrosis hepática irrecuperable. No era extraña su degeneración neoplásica en forma de hepatocarcinoma intratable.
No daban positividad entre ninguno de los marcadores de hepatitis. Ni los de la A, ni los de la B, ni los que conformaban el amplio abanico de infecciones que se cebaban de forma inmisericorde con el hígado.
Por tanto, a la hepatitis C, no se la describía en los libros de medicina. Formaba parte del cajón de sastre de las hepatitis no A, no B. Con el tiempo, fueron identificados fragmentos de DNA viral que pudo ser tipificado tal como lo conocemos ahora.
Durante tres décadas ha dejado una luctuosa senda de enfermedad y muerte.
Esta semana, en el congreso mundial de la enfermedad, hemos tenido conocimiento que las nuevas asociaciones de fármacos antivírales de acción directa están logrando la curación en la práctica totalidad de los afectados.
Cuando me jubile, en unos años, tampoco se estudiará en los libros de medicina clínica. Ya formará parte de un capítulo de éxito de la Historia de la Medicina. Se cree que en el año 2021, su presencia ya será testimonial.