Asistí, hace unos días, a una cata de vinos. En una sala desvencijada y con una luminaria de antiguos neones que alumbraban una estampa lúgubre y siniestra, habíamos unas veinticinco personas de distintos pelajes, asentadas en distintas mesas alargadas cubiertas por manteles de papel blanco. Enfrente de cada prójimo, cuatro copas de vino (vacías), cuatro vasos de plástico también blanco y una servilleta también blanca y también de papel. Los vasos contenían unos pocos granos de uva cada uno. En eso que aparece al fondo de la sala un personaje cariacontecido, con el rostro marcado por la penumbra, de nariz quizás con un exceso de visibilidad, cejijunto y de escasa pelambrera. Dicha celebridad se disponía a actuar como gerifalte del acto. En un momento dado, arrancó a parlotear hasta que la gente -al cabo de un buen rato- inició la desfilada con destino a sus hogares. El rollo que soltó me recordó a los antiguos aedos o bardos que -desafiando a la meteorología o al nulo interés de sus concurrentes- persistían en sus pláticas casi de modo infinito.
Durante su inagotable verborrea profirió sus particulares juicios acerca de las propiedades de cada uno de los cuatro vinos exhibidos, amén de sugerir a los sufridos, socorridos y pacientes contemporáneos que allí permanecíamos que descascarilláramos los respectivos granos de uva y los situáramos en distintas regiones de nuestra cavidad bucal para localizar los grados de acidez o dulzura que en ellos se ubicaban. Sí, claro, por supuesto que probamos los caldos una vez que nos llenaron las copas.
Fue tan enrevesado y enmarañado el lenguaje que manejó en todo momento que, la verdad, dudo que algunos de los seres que presenciábamos aquella lamentable ceremonia asimilaran ni uno solo de los conceptos por él vertidos. Utilizó, en su perorata, un vocabulario distante e inútil, sectario, frustrante y cruel. El léxico empleado para describir los aspectos más íntimos de cada vino fue prepotente, estrambótico, pedante y, si me apuran, chulesco. Expresiones como “sabor a sotana de cura polvorienta” o “enaguas de monja recién almidonada” o “revolcón matutino en un pajar” o “gusto de café de Kenya” o “silla de montar sudada” u “olor de rambután” fueron habituales en su deplorable matraca para intentar definir las características singulares de cada morapio.
Entiendo que, cada vez con más frecuencia, abundan entre los 7.000 mil millones de humanos una cantidad substanciosa de gurús mediáticos del ramo. Enólogos, algunos, que más parecen pastores de la Iglesia de Pentecostés predicando ante una manada de fieles ignorantes. Porque, en serio, yo me marché a mi casa convencido de que soy un perfecto gilipollas incapaz de decirme a mí mismo si un vino me gusta, me pasa bien o me semeja bueno, regular o malo. Me pareció ver (aunque creo que sólo lo imaginé) que, al final de este diluvio de insensateces, el público se arrancaba en lloriqueos, hartos de ser insultados a causa de su absoluto desconocimiento vitívinicultural y de su incultura general.
En cuanto regresé a mi domicilio me sumergí entre mis sábanas con el objetivo de resarcirme del atropello que sufrí en la cata. Pasé tres dias y tres noches en cama, sujeto a ignominiosas pesadillas y a violentas fiebres emocionales. No fue, lo juro, a causa de la cantidad de alcohol ingerido.
Cuánto me recuerda este fenómeno de la multiplicación de charlatanes de feria convertidos a la fe de Noé a algunos críticos musicales, literarios o de arte que pululaban por las universidades en mis años mozos o que escribían sus crónicas sacando conclusiones psicodélicas de obras cuya magnificencia radicaba, precisamente, en su sencillez. Destrozaban auténticas obras maestras con sus patosas visiones fruto de su desbordada imaginación o de su propia estupidez. No todos, claro. Sé de algunos enólogos que basan sus opiniones sobre su tema en un ineluctable conocimiento empírico, un rigor científico serio y unos fundamentos profundos y contrastados; y además, se expresan con la sencillez de los sabios. Puedo afirmar lo mismo de algunos críticos artísticos o literarios.
Ahora mismo me voy a tomar un buen Don Simón y a releer a Corín Tellado. Y ¡que les den!, no a ustedes, naturalmente. A ellos.