Aunque los canales frikis de TV retransmiten hasta las operaciones de reducción de estómago de los obesos mórbidos gringos, ninguna profesión está tan sometida a la libre observación y opinión del respetable como la de aquellos que intervienen en la administración de justicia, los operadores jurídicos.
A ningún cirujano su cliente o un tercero le dicen cómo tiene que seccionar un órgano o coser una herida, ni en los cafés se comentan sus faenas. Va de suyo que el cirujano, el fontanero o el asesor fiscal hacen un trabajo que sus clientes y el común de la gente serían incapaces de llevar a cabo, al menos con el mismo nivel de pericia.
Sin embargo, entre los 47 millones de españoles hay al menos 45 que son simultáneamente jueces, fiscales y abogados y que se permiten dar lecciones sobre cuándo un magistrado debe actuar o quedarse callado.
Y, si son periodistas u opinadores de la progresía, entonces tienen ya convalidada la carrera de derecho, al menos de cara a la clase de tropa.
Anteayer me tragué enterita (1 hora y 47 minutos) la declaración, como testigo propuesto por la acusación, de Mariano Rajoy en el caso Gürtel, y lo que desde ayer vengo leyendo en la prensa y en las redes sociales me ratifica que en este país hay mucho Torquemada frustrado que, además, no tiene rubor alguno en sacar a pasear su ignorancia.
Naturalmente, nadie esperaba mesura en un zote sectario e iletrado como Pedro Sánchez -en eso, le ganó hasta Pablo Iglesias-, pero tampoco que apareciera solo para leer el comunicado que le habían preparado sus ínclitos redactores el día anterior pidiendo la dimisión de Rajoy, mucho antes de conocer sus respuestas. Porque lo que sí conocía el bello Sánchez eran las preguntas, pues no es casualidad que el letrado de la acusación que propuso al presidente del PP como testigo es un viejo socialista amparado por una de esas asociaciones instrumentales con las que acostumbran a camuflar sus siglas los partidos de la izquierda, se llamen ADADE, Memòria Històrica de Mallorca, Terraferida o Puturrú de Fuá.
Yendo a la declaración en sí, constaté, como sospechaba, que el abogado acusador, Mariano Benítez de Lugo, que tampoco es Demóstenes, no hizo una sola pregunta atinente a aclarar algún punto oscuro o a reforzar argumentos de cara a sostener la acción penal contra los acusados. Su verdadera y única intención era que el testigo se autoincriminase ante el Tribunal y los centenares de miles de españoles que siguieron su declaración, algo que nuestro Derecho, por otra parte, no permite, porque al primer indicio de que una pregunta a un testigo pudiere vincularle a la comisión de un delito, automáticamente el órgano judicial tiene que suspender su interrogatorio para protegerle con asistencia letrada, otorgándole la condición de investigado y relevándole de la obligación de decir verdad. Sí, ya sé que para el gran público todo esto son bobadas, solo que sobre estas ‘bobadas’ se fundamenta un estado de derecho democrático que, afortunadamente, está a salvo de la justicia exprés de corrala que tantos aficionados tiene en España.
Era, por tanto, absolutamente debido que el magistrado presidente de la Sala declarase impertinentes muchas de las preguntas a Benítez, aunque de hecho le permitió muchas otras cuya intención era idéntica y cuya futilidad era patente.
Lo que todo el mundo ya sabía era que la comparecencia de Rajoy no iba a servir absolutamente para nada útil a la causa -a Sánchez, sí, claro- y que se trataba solo de linchar al testigo con argumentos políticos precocinados para consumo de la parroquia afecta.
Rajoy, por su parte, compareció debidamente instruido por los abogados del PP, como resulta lógico, y por supuesto podrán criticarse sus pretendidas ignorancias acerca del funcionamiento económico de su partido, pero su declaración fue coherente con lo que ha sostenido siempre, más allá de que nos lo creamos o no. ¿Acaso alguien esperaba otra cosa?