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Una nación, cinco estados

viernes 23 de junio de 2017, 03:00h

He explicado bastantes veces que nuestra Constitución reconoce jurídicamente aquello que ahora parecen querer inventar Iglesias y Sánchez. España se compone, según la Carta Magna, de nacionalidades y regiones (artículo 2). Y, por si no lo sabían, la nacionalidad es la cualidad, la identidad de una nación. Por tanto, más allá de tener que explicar lo que ya dice la norma suprema, en realidad no hace falta modificarla para obtener la brillante conclusión a que han llegado los partidos de la izquierda española.

Que existan territorios en España con cualidades nacionales –lingüísticas, culturales, etc.- no implica, empero, que de ello deba derivarse que estas naciones históricas tengan un inmediato derecho a constituirse en estados independientes, ni mucho menos que gocen de una soberanía aparte de la que comparten con el resto de ciudadanos españoles. Una nacionalidad es, en el sentido que le atribuye la ley de leyes, una nación no soberana integrada en la nación española y, por ende, en el Estado español.

La única nación soberana en nuestra Constitución –aprobada con una amplísima mayoría- es, pues, la española en su conjunto, por más que una lectura inteligente de la misma permita deducir que en su seno hay también esas comunidades con rasgos nacionales, absolutamente respetables y dignos de protección, cosa que, ciertamente, el centralismo rancio de una parte del espectro político español no está dispuesto a tolerar, lo diga o no la Carta Magna.

Por otra parte, lo que históricamente ha pretendido el nacionalismo catalán, antes de echarse al monte, ha sido que esa condición nacional tuviera un reconocimiento más explícito y, sobre todo, que se materializase en un trato distinto al que se otorga a las restantes comunidades autónomas. Por eso, el federalismo no es una fórmula aceptable para aquellos que han venido defendiendo este sistema asimétrico.

El nacionalismo vasco, que ha recobrado el pragmatismo, aboga abiertamente por una fórmula así, sostenida, además, por los privilegios financieros que de hecho y de derecho Euskadi ostenta desde 1978 frente a los demás territorios españoles.

Lo que carece de sentido y de toda lógica interna es la pretensión del independentismo catalán, que por una parte habla de la realidad de unos Països Catalans que, a mi juicio, sobrevivirían con matices como entidades lingüístico-culturales, mientras intenta fraccionar aún más esa realidad nacional, que se halla entre los fundamentos últimos de su pensamiento.

Dicho de otra forma, si actualmente y desde la óptica del independentismo, la ‘nación catalana’ es una entidad dividida en cuatro estados (España, Francia, Andorra y, siquiera sentimentalmente, el enclave de l’Alguer, en Cerdeña), el movimiento soberanista de los Puigdemont y Junqueras, de prosperar, conseguiría dividir esta realidad en cinco pedazos, ahondando el drama que supuso la pérdida de los territorios catalanes bajo soberanía española a favor de Francia en 1659.

Eso, por no hablar de la grosera incoherencia que supone el tratar de privar de voz y voto a los habitantes de los restantes territorios que ellos mismos consideran integrantes de los repetidos Països Catalans, excluyendo de plano su voluntad, porque, no nos engañemos, ni por asomo los soberanistas estarían dispuestos a someterse a la decisión conjunta de los habitantes del Principat, País Valencià e Illes Balears, por la sencilla razón que saben bien que perderían esa consulta.



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