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No estamos tan lejos

Por Jaume Santacana
miércoles 29 de marzo de 2017, 02:00h

En el exterior, una lluvia insistente, persistente, primaveral, con acento de jazmín y perfume de empapado; humedad generosa y entorno civilizado y refinado.

En el interior, una atmósfera cálida, reconfortante, placentera y afable; tonos oscuros, apacibles, mansos y sosegados.

Restaurante. Dos comensales: un nieto y un abuelo. Trece años contra sesenta y seis. Generaciones desperdigadas. En medio, platos tradicionales, comida perdurable, de una dureza implacable, línea dura, de toda la vida; nada de tonterías: vida, carne.

El abuelo actúa como conductor; acaudilla una conversación despejada, emancipada de prejuicios. El nieto se va soltando a medida que el tiempo y las circunstancias lo permiten, lo facultan.

Hablan de la vida, así, en general; de todo aquello que roza las realidades y las esperanzas; las posibilidades y lo inesperado: el futuro y la muerte.

Cincuenta y tres años los separan. Tantos como entre el principio de la Segunda Guerra Mundial y los Juegos Olímpicos de Barcelona; tantos como entre que el doctor Leonard Thompson administrara la primer insulina a un paciente y la muerte de Franco; como entre la pérdida de Cuba y la muerte de Stalin. ¡Fíjense!

Y mientras conversan, los latidos de sus respectivos corazones laten al unísono; corazones con un brutal tiempo de distancia. Seguramente, una víscera en pleno rendimiento y la otra con un desgaste mecánico considerable. Aún así, las dos palpitaciones, a distinto ritmo, bombean sangre: una más limpia; la otra más manchada.

Durante el dilatado diálogo, las diversas sensibilidades (fruto de la diferencia generacional) se acercan, se alejan, se vuelven a arrimar, se vuelven a distanciar, se rozan, colisionan, se dispersan, se vuelven a fusionar, ahora más y ahora menos, aquí bien y aquí menos bien, una de cal y otra de arena.

El abuelo se emociona. Es lo que tiene la edad, que suelta la lágrima en cuanto se acerca la nostalgia. Al abuelo le viene a la memoria aquello que no hizo bien: “no tendría que haber actuado de esta manera”. Al nieto, le parece mágico el comportamiento de alguien de su propia sangre a quien las arrugas le delatan como a un ancestro; su abuelo puede que sea incomprensible pero existe, es. Uno tiene un futuro delante de sus narices y el otro tiene un nicho en perspectiva, como mucho. A uno le espera el amor, el cabreo, la vibración emotiva, el desengaño (momentáneo), el desamor, la injusticia (provisional), el subidón profesional (o el simple desencanto con posible porvenir), el apasionamiento y la caída de los valores que aún desconoce, y así. Al otro, al abuelo: los gusanos.

De todos modos, hay algo entre ellos. No se sabe exactamente qué. Para el abuelo, el engaño de la supervivencia; para el nieto, la curiosidad, la idea de la pervivencia, la prenostalgia; las primeras nociones de la existencia.

Fuera, la lluvia insiste, sabiendo que tiene un final; triste pero regio destino. El olor a jazmín es consciente de su caducidad, tanto como el calado de los adoquines callejeros. Incluso la primavera es conocedora de su mustio final con el próximo advenimiento de los tórridos calores del verano. ¡Todo es tan frágil y efímero! Pasajero.

El nieto se va a clase de música y el abuelo se arrincona en una esquina para poder llorar a gusto.

La vida.

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