Cien años para nada
lunes 20 de febrero de 2017, 02:00h
Esta primavera se cumple el centenario de la Revolución Rusa, y ello es una muestra palpable no sólo de que los siglos se inician con grandes cambios que marcan la historia sino también que pervive la Ley del Péndulo.
Hace justamente cien años de la eclosión bolchevique en el país de los Urales. Ello, después de una década de total decadencia merced a la monarquía autocrática de los Romanov marcada por la falta de capacidad del zar Nicolás II para dirigir un vasto imperio de 23 millones de kilómetros cuadrados y por la nada pacífica asunción de sus poderes por parte de la Duma. Popularmente, se excusó la sublevación en el poder en la sombra que ejercía el monje Grigori Rasputín a través de la zarina Alejandra y a la condición de ésta de espía alemana, pero eso más bien se asemeja al dudoso “si no pueden comer pan que coman pasteles” de Maria Antonieta que fue utilizado para calentar a las masas.
Pues bien, los postulados comunistas de Karl Marx y Friedric encontraron en Rusia su perfecto campo de cultivo, coincidiendo en el tiempo con la Gran Guerra, cuyo desenlace supuso que el antisemitismo que hacía ya lustros se estaba labrando en Alemania y Austria fuera aprovechado por el enajenado Adolf Hitler para implantar el nefasto Tercer Reich.
La consecuencia de todo ello fue la coincidencia en el tiempo de dos movimientos que podríamos definir como ideológicamente antagónicos aunque en el fondo no lo sean tanto: el bolchevique y el nazionalsocialista. Extrema derecha y extrema izquierda -que siempre se acaban encontrando porque sólo pueden pervivir en un régimen sin libertades públicas- lucharon en la segunda contienda mundial con la intención de asentar una posición hegemónica.
Nada casualmente, y después de décadas en las que nos pensábamos que los movimientos totalitarios eran cosa del pasado, a día de hoy nos encontramos con una Europa en la que han irrumpido coetáneamente y con fuerza movimientos comunistas y fascistas. El Syriza de Tsipras, el Podemos nada socialdemócrata de Pablo Iglesias, Front National de Marine Le Pen o los antiislamista FPÖ de Norbert Hofer en Austria y PPV holandés de Geert Wilders, son un ejemplo de que el paso del tiempo provoca que todos los modelos de gobierno se desgasten por sí solos, no respondan a las necesidades de las personas, y en consecuencia la sociedad mire en otra dirección radical para satisfacer sus anhelos.
Este tipo de movimientos extremos, sean del espectro político que sean, se fraguan poco a poco. Nunca son fruto de una flor de un verano, sino de un cúmulo de insatisfacciones por parte de un pueblo que al fin y al cabo lo que busca es lo que en términos politológicos se conoce como el deseo de reconocimiento.
Se les suele llamar “populistas”, y lo son porque sin duda sí que saben aprovechar ese deseo de reconocimiento para lanzar mensajes en los que los ciudadanos se sienten amparados y no a merced de satisfacción de necesidades ajenas.
Con todo ello, lo que vemos es que, al igual que la economía, la política sufre períodos cíclicos siempre caracterizados por la insafistacción de los ciudadanos en la resolución de sus problemas.
La historia parece que está condenada a repetirse. Se creía tras la Gran Guerra que era imposible que se derivara una nueva contienda mundial, mas no tardó en llegar la Segunda Guerra Mundial. Ahora, muchos no dudan en calificar como Tercer Guerra Mundial a los ataques yihadistas que está sufriendo Europa. Lo mismo se puede predicar de todos los movimientos políticos extremistas que están resurgiendo y que tanta infamia causaron.