Hasta el momento de cerrar esta edición, el balance por las algaradas en el barrio barcelonés de Gràcia era de 33 heridos y 2 detenidos. Por la magnitud de los destrozos, los que han pasado la noche pasada a buen recaudo lo tienen que haber hecho voluntariamente, para dormir bajo techo, porque en un Estado de derecho las dependencias policiales deberían estar repletas.
La historia del banco expropiado no es muy diferente a la de otros edificios allanados por la fuerza. Sin ir más lejos, aunque tiene notables diferencias con el reciente desalojo de Can Vies, la reacción violenta que suscita aplicar la ley no ha diferido ahora con los sucesos que tuvieron lugar en Sants hace dos años.
En el caso que nos okupa, la irrupción en la propiedad privada se realizó hace un lustro y la ‘diabólica’ entidad financiera, Catalunya Caixa, no denunció el hecho ni les desahució, hasta que el inmueble fue adquirido por un tercero, que pretendía comercializarlo. Ante la negativa de los residentes a abandonar el espacio, el anterior alcalde, Xavier Trias (CiU), optó por pagar 5.500€ mensuales del erario público por el arrendamiento del local, hasta que la llegada de Ada Colau (BComú) interrumpió la salomónica solución. La primera edila de la Ciudad Condal, que The Guardian se pregunta si es la alcaldesa más radical del mundo, se lavó las manos al llegar a la plaça de Sant Jaume, porque lo consideraba un “asunto privado” y el resultado ahora es público y notorio.
Crear entornos donde celebrar charlas de temática anticapitalista y diferentes servicios autogestionados, que aspiraban a atender gratuitamente las necesidades de los vecinos con menos recursos y de los que buscan formas de vida alternativas, sería respetable si no fuera por su sectarismo; pero negarse a que la administración les proporcione un espacio público, incluso a que pague por lo que tiene un dueño, me parece una expresión totalitaria. El fin nunca puede justificar los medios, aunque se crea que persiguen una causa justa.
No podemos confundir la solidaridad y el abuso con el que determinados colectivos pretenden auparse por encima de la libertad del resto y de las más elementales reglas de convivencia. Las instituciones deben velar porque no haya ciudadanos que tengan vedadas las necesidades básicas, pero en ese amplio colectivo, hay mucho sociópata que se arroga autoridad moral para imponerse al bien común o que disimula su desidia con victimismo. Siendo difícil distinguir el grano de la paja, entre los que arrojan los adoquines y los que buscan arena de la playa, las autoridades deben ser escrupulosas con el respeto a la ley, mientras acuden en auxilio de los más desfavorecidos. Ceder a la radicalidad, por mimetismo con la causa que espolean, es un claro precedente para el final de la convivencia cívica y una rendición cobarde ante la presión de una minoría.
Resulta una broma de muy mal gusto tratar de equiparar al policía y al agresor, solicitando moderación a los Mossos d’Esquadra y comprensión al vecindario, mientras los alborotadores queman contenedores y vehículos o rompen cuanto se encuentran a su paso, como clones del Cojo Manteca. Aquel punki de Mondragón, que fue hace casi 30 años un síntoma de lo que se nos venía encima, siempre reconoció que unirse a las movilizaciones estudiantiles fue casualidad, porque a él “lo que le gustaba era tirar piedras”. El caldo de cultivo de la crisis ha reavivado los rescoldos del 22M y de otras manifestaciones de intolerancia, que se refugian en el descontento urbano y la profunda brecha social que ha provocado. Pero ser sensible y proactivo, para evitar el desarraigo y la marginalidad, no supone tolerancia con el extremista, del mismo modo que no excusamos otros tipos de violencia, venga de quien venga.
La versión catalana de la ‘kale borroka’, con la que hemos amanecido cada día de la semana, no puede ser consentida ni disculpada, pero mayor debería ser la reacción colectiva frente a quienes hacen dejación de su responsabilidad pública, permitiendo el abuso de la fuerza con la que algunos colectivos arrodillan a una sociedad acomplejada y sin autoridad que la defienda.