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La España de las autonosuyas

Por Vicente Enguídanos
viernes 20 de mayo de 2016, 09:22h

Quien limpia, fija y da esplendor al castellano define el concepto de soberanía como la máxima autoridad dentro de un esquema político, por lo que deberíamos colegir en que el soberanismo es el ejercicio de la autoridad popular en un cierto territorio, delegado en los representantes democráticamente escogidos.

Este razonamiento no encaja bien con el leitmotiv de las entidades y partidos autodefinidos como soberanistas, que proliferan apoyados en el victimismo estratégico y en la idea descabellada de que la distribución local del gasto mejora su eficiencia y hace más felices a los suyos.

El que se reconoce como nacionalista local obvia normalmente que su área de influencia puede sufrir adentro los mismos desequilibrios cuestionados afuera o que la calidad y honestidad de sus gestores afecta más al resultado final de una Comunidad que el lugar desde donde se gobierna. Por otra parte, la idea de que los recursos se administran mejor cuanto más cerca, daría validez a que cada Ayuntamiento debería recaudar sus ingresos y asumir en exclusiva todas las competencias o que, llevado al extremo, cada individuo circule por el trozo de calle que asfalte o compre libros a sus hijos y medicinas para los enfermos, de acuerdo con el salario que consiga. Algo tan poco equilibrado y productivo, a pesar de que lo vean lógico para una provincia, como rehabilitar los reinos de Taifas en el Siglo XXI.

Es plausible aspirar a mejorar la calidad de vida del entorno inmediato, en aquello que les suponga un agravio comparativo, pero sin perder la consciencia de que la suma del conjunto tiene que seguir dando cero y que en la vida real diferenciamos la presión fiscal por las circunstancias económicas y sociales del sujeto pasivo. Sin embargo, las prestaciones y servicios que recibimos son, o deberían ser, los mismos para todos.

En el proceso electoral que se ha reabierto, los candidatos, cuyos nombres publicará el BOE este próximo miércoles, nos prometerán imposibles y cuestionarán a sus prójimos cada mota de ceniza, aunque caminen sobre rescoldos, pero la experiencia y el instinto marcarán el escrutinio global de los veinticinco millones de votos. Así pues, el 26 de junio escogeremos en nuestras circunscripciones, a una pequeña parte de quienes investirán al Presidente del Gobierno y legislarán para el conjunto de los españoles: un grupo de 8 diputados, que compartirán hemiciclo con otros 342 representantes, y 1 ó 3 senadores, entre los 208 elegidos por sufragio directo. Olvidar lo que votamos en unas Elecciones Generales es tan arriesgado como atender los cantos de sirena que atraen nuestro barco a la roqueta, sin que nos hayamos tapado los oídos, como Ulises.

No contribuiré a la atracción por el voto útil, porque hasta los 110 sufragios obtenidos por Ongi Etorri fueron válidos el pasado año; pero creer que un representante nacionalista nos aportará el protagonismo que merecemos, siendo respetable, es del todo incierto. Ni el grupo Canario (cuando eran cinco diputados y que solo duró hasta 2008) logró el reconocimiento del archipiélago como territorio ultraperiférico, ni conquistó más excepciones que los frutos de romper el equilibrio bipartidista cuando lo hubo. Algo que no se dio en las dos últimas legislaturas, ni se repetirá en las siguientes.

Al menos, no olvide que la trascendencia de un diputado en el conjunto de las cámaras es tanta, como le ha reportado a Galicia hasta el año pasado tener una aforada del BNG en el Congreso. El mismo efecto beneficioso que han obtenido aquellas Comunidades que se aprovechan de nuestra “expoliada balanza fiscal”, sin tener un solo diputado nacionalista o al margen de los cuatro grandes partidos.

El esperpento retratado con ironía por Fernando Vizcaíno en Las autonosuyas podría superarse treinta y cinco años después, como el avance de la ciencia ridiculizó la ficción de Julio Verne. El caldo de cultivo, durante años de insolidaridad y electoralismo en las baronías regionales, ha fructificado en un rompecabezas de difícil arreglo, cuya solución no pasa por recentralizar el poder, sino por concienciarse de que la defensa de lo propio debe ser compatible con el interés colectivo y la cohesión, económica o social, que exigimos para los refugiados de cualquier origen, incluso antes de propiciarla con nuestros vecinos.

En este galimatías de formaciones, que interpretarán su voto según queden los demás partidos o que se coaligan para que le salgan los números, no será fácil resistirse a la tentación de quedarse en casa o de apostar por lo inédito, hartos de ver lo que ya hemos visto. Pero, hasta quienes conmemoraban recientemente el lustro de su acampada en la Puerta del Sol o en la plaza de Islandia, se disolvieron para expandirse en busca de soluciones. La indignación no basta para terminar con la falta de trabajo, el apetito por lo ajeno, el descrédito de la justicia o la avaricia de los bancos. Ni tampoco el resto de problemas se resolverán solos, sea cual sea el idioma con el que nos quejemos.

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