El Día del padre es otra expresión probatoria de que la igualdad de género está muy lejos de alcanzarse. Más allá del origen comercial de una celebración, seguimos aplicando diferente baremo a la hora de valorar el papel de la mujer y del hombre en relación con sus hijos, como un atavismo al que recurrimos a conveniencia. La tradicional abnegación femenina y el rol generador de recursos atribuido al varón están ya prácticamente superados, aunque queden rescoldos que van apagándose paulatinamente.
Mientras se alcanza la panacea de una equiparación que no precise de campañas para recordarnos lo que no debería ser preciso, es difícil que se consolide una distribución de funciones equitativa, no idéntica, si antes no suprimimos aquellos elementos de perversión que van más allá de la lingüística y cuyo eco no hay lobby masculino que lo haya podido silenciar en el siglo XXI. Entender el coito como un acto de violencia machista o insistir en el empleo del binomio sexual para cada sustantivo, salvo en los que asimilamos como femeninos (periodista, policía, psiquiatra…), son poco o nada sustanciales cuando toleramos que la ley sea parcial y reaccionaria, aunque pretendan dulcificar la nueva discriminación con el adjetivo positivo. Compensar a las herederas de quienes padecieron menosprecio por parte de los antepasados de quienes ahora van a pagarlo, es tan injusto como aplicar un código penal más riguroso y carente de garantías según donde nazcas o la religión que profeses.
El acceso a una formación adecuada, que garantice su independencia, ha liberado a muchas mujeres del yugo al que fueron sometidas durante generaciones. Es obvio que en la cúspide de la pirámide no se ha alcanzado la excelencia paritaria, como tampoco se logrará en el corto plazo a pesar de que las universidades tienen un alumnado mayoritariamente femenino, pero la igualdad no pasa porque cabeza y cola se intercambien los papeles que representaron los ancestros, sino en que derechos y deberes sean los mismos.
Aún queda un largo trecho para que la ley del péndulo no sea la que se entienda como correcta políticamente, pero muchos son los padres que aman a sus hijos tanto o más que muchas madres y tienen limitados sus recursos o el tiempo de visita sólo porque son hombres, sin más motivo. Nadie duda de que algunos energúmenos han abusado del privilegio social y del empleo de la fuerza como un elemento de coacción, pero quien no es capaz de matar una mosca y ama a sus hijos con toda su alma no puede recibir el mismo prejuicio que los delincuentes, contra los que se dictan sentencias y las cumplen.
Basta con localizar en derredor nuestro algún agravio por razón de género para que concluyamos que la víctima no es siempre la mujer, aunque lo sea en la mayoría de las ocasiones. Por eso creo que el Día del PADRE, con mayúsculas, debe ser un reconocimiento para todos aquellos que distribuyen los papeles en el seno de la familia de mutuo acuerdo y que se obstinan en ser un referente de responsabilidad , renuncia y dedicación para sus hijos, aunque hayan nacido en una época en la que ser varón tiene excluida la presunción de inocencia. En ese grupo somos muchos los que defendemos la equiparación real en cualquier foro y aunque seamos más que ayer, como en el amor, somos menos de los que mañana compartirán su paternidad sin escrúpulos ni diferencias y al margen de lo que acuerden sus señorías en el Congreso.