Ser anónimo es pertenecer al 99% de la población. Eso significa que el anonimato es una condición de la normalidad. A veces queremos salir de esa formación mayoritaria sin darnos cuenta que así desprotegemos nuestra intimidad. Ser anónimo es ser humilde. No tener pretensiones de sobresalir. Impedir que alguien venga a husmear en nuestra privacidad. Pienso en los billones de personas que han pasado por la vida sin pena ni gloria. Quiero ser uno de ellos. Pasar desapercibido, sin molestar y sin que me molesten. Sin embargo, la gente está interesada en conocer a los famosos, sigue sus vidas en la televisión y desea parecerse a cualquiera de ellos. Por ejemplo, me inquieta la situación de Jessica Rodríguez, la novia de Ábalos, que se cubre para que no la conozcan y no hay nadie que le pague el alquiler. Pobre chica. No encuentra a alguien dispuesto a defenderla. Es una víctima colateral de un escandalo, una infeliz que pretendía ganarse la vida de una manera simple, como tantas otras desgraciadas que ignoran las trampas donde se meten.
A Jessica le hubiera gustado ser anónima, una chica vulgar, y no tener que esconderse detrás de unas gafas oscuras, un pañuelo y una nariz postiza. Pobre Jessica. Estoy solo en casa y bendigo mi soledad anónima. Mis libros, la música de Spotify y un puñado de amigos leales que se preocupan por cómo estoy. Ahora recuerdo un chiste de perros que tiene que ver con lo que estoy diciendo. Dicen lo que le gustaría ser a cada uno. El primero desea ser un perro policía y ser condecorado por descubrir a los delincuentes. A otro le haría feliz trabajar en un circo y recibir el aplauso del público. Un tercero se ve como un San Bernardo, rescatando a los perdidos en la nieve. El cuarto, un mil leches desarraigado, dice que su vocación es ser un perro anónimo, desconocido. Cuando le preguntan por qué responde: "para que ustedes tres me huelan el culo". Más o menos como Donald Trump.