Volvemos a mirar las respuestas de los jóvenes a la pregunta por lo que les duele. No poder confiar en las instituciones produce un dolor en la piel juvenil de nuestra sociedad. También en los mayores, pero son ellos los que nos lo describen. El rosario de imputaciones y sentencias que nos dibujan cómo es posible la institucionalización de la corrupción genera una desconfianza peligrosa que no ayuda a construir amistad social y relaciones sanas.
Quienes deberían dar ejemplo de servicio se aprovechan de su puesto y se enriquecen a costa del esfuerzo ajeno. Y como creen que nadie se entera, aparece ese desprecio inaudito al otro como medio para sus fines particulares. Los errores son posibles y todos nos equivocamos. Pero la corrupción no es un error, es una institucionalización del mal enquistado y tatuado en la piel de la sociedad.
Si esto se instalara en nuestra vida en común, ¿en quién podríamos confiar? Este tema es muy serio. Y agradezco que sea uno de los aspectos que perciban los jóvenes como problemáticos en la sociedad en la que van a desarrollar su vida profesional. Desconfiar de las leyes y de quienes las hacen; desconfiar de quienes las aplican y las hacen cumplir; desconfiar de quienes nos ofrecen un proyecto o un balance; desconfiar es asfixiar el alma negándole el beneplácito de la confianza. Sin confianza en el otro no hay futuro ni convivencia posibles.
Los jóvenes no se quejan de que existan dificultades. Lo saben y lo han oído en numerosas ocasiones. De lo que se quejan es de que jueguen con su esfuerzo y su libertad. Se quejan de la falta de seguridad institucional. Por ejemplo: si en la guía académica hay examen, hay examen. Pero si no lo hay, establecerlo es una herida en la confianza. Ya sé que el ejemplo es poco elegante y escasamente profundo, pero sirva de detalle que, sin duda, coloca a los jóvenes en la misma barca de otras desconfianzas institucionales.
Saber que lo que se dice se cumple, lo que se promete se realiza, el motivo por el que se pidió el voto, se lleva a cabo, es fundamental para garantizar la confianza. La veracidad con los datos de la historia, con la palabra dada, etc., es marca de garantía para edificar una sociedad sobre sillares firmes que no se tambalean al ritmo de la necesidad inmediata. Si aquellos que van delante y se han comprometido con un servicio a la colectividad no son dignos de nuestra confianza, ¿por qué quejarnos del individualismo tecnológico y la atracción de las pantallas? Donde haya motivos de confianza andará en su dirección nuestra intención.
La aguda percepción juvenil sobre la erosión de la confianza institucional no es una queja menor, sino un diagnóstico certero de una dolencia social profunda. Recuperar la credibilidad perdida exige un ejercicio constante de transparencia, honestidad y coherencia entre el decir y el hacer por parte de quienes ostentan responsabilidades. Solo así se podrá restaurar ese bien intangible pero esencial que es la confianza, nutriendo el alma colectiva y sembrando las semillas de un futuro donde la amistad social y la convivencia florezcan con la solidez de compromisos cumplidos.