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¡Ah, esto es vida, y no la tienda!

Por Daniel Molini Dezotti
sábado 22 de febrero de 2025, 06:00h

Su abuelo llegó como inmigrante a la República Argentina, en un tiempo en que el gran país recibía con generosidad a todos los necesitados del mundo que escapaban de hambres y guerras.

Se instaló en un pueblo del interior, y como la mayoría de los que procedían de Oriente Medio, fue designado con un apodo: “Turco.”

Pero no lo era propiamente, la mayoría de los turcos no provenían del país que gobernaba, o estaba por hacerlo, Ataturk, sino de territorios anexionados por el antiguo imperio.

Como si estuviesen dotados de una vocación impresa por la geografía en el código genético, solían dedicarse al comercio.

En las grandes ciudades, nucleados en torno a las mismas calles y hablando el idioma de las ventas al por mayor, nutrían de artículos de mercería, telas, ropas, lonas, gorras, zapatillas a negocios minoristas, que los ofrecían en lugares más pequeños del interior.

Se llevaban bien, competían por un público con artes que no eran malas. Armenios, sirios, libaneses, israelíes, rusos, en el rubro mencionado; españoles, italianos en la restauración o la agricultura, luego llegarían japoneses con sus tintorerías, capaces de rejuvenecer prendas que no podían hacerse viejas.

Los provenientes de Oriente Medio o más allá eran “turcos”, como "gallegos" los españoles o "gringos" los italianos. Los japoneses, sin equívocos, eran japoneses; faltaban por llegar chinos, bolivianos, venezolanos, peruanos.

Estábamos hablando de un abuelo en concreto, que atendía un negocio de ramos generales en un pueblo de la provincia de Santa Fe, esperando la llegada de clientes, en el centro de un lugar donde no había forma de no conocerse.

Cuando los mostradores se vaciaban de interesados, cosa que podía suceder varias veces a lo largo de una jornada, el abuelo se marchaba a un bar vecino. Allí disfrutaba un aperitivo o lo que mandase la hora, al tiempo que expresaba, en voz alta: “¡Ah, esto es vida, no la tienda.”

La exclamación se hizo célebre en el pueblo, y alguna vez, años después, fue escuchada en otros contextos, con distintas connotaciones: “¡Ah, esto es vida, y no...”

Dejamos al abuelo, porque ahora toca centrar el interés en su nieto, -sé que me lío- que vivía con la consigna que aquel le inspirara.

Sin atender la tremenda impaciencia que contaminaba la sangre familiar, ni su nula preparación para estar encerrado en cuatro paredes, comenzó a estudiar odontología, como si fuese una profesión que podría desarrollar al aire libre.

Y de ese modo, ya siendo “Turquito”, llegó a Rosario, para encontrar en la facultad a quien sería su mejor amigo, por un tiempo, porque luego se convertiría en hermano.

Ambos terminaron la carrera para instalarse después en localidades cercanas: San Cristóbal y Ceres, compartiendo intereses profesionales, capacitaciones y familia.

Se veían con frecuencia, vieron crecer a sus respectivos hijos, y con el tiempo fueron alcanzando metas, superando obstáculos, uno en un pueblo, otro en otro, los dos juntos.

El “Turquito”, grandísimo trabajador y buena persona, además del furor que le impedía quedarse quieto, superaba las necesidades de espacio y libertad con el fútbol, que practicaba con grandísima habilidad.

Pero tenía un problema, el juego, inquietud que no conseguía superar, si acaso, con más inquietud.

El azar, mejor dicho, la “timba”, se llevó por delante muchas de las mejores cosas de su vida: primero el matrimonio, luego sufrir la lejanía de una hija a la que adoraba.

Jugaba mucho, perdía bastante, trabajaba demasiado. En tiempos en que no se trataba la ludopatía, el “Turquito”se quedó solo con sus amigos, sus aficiones y sus fanatismos.

Era locura la que sentía por el Club Atlético Boca Junior, desbordaba lo conocido y siempre decía a sus cercanos que, cuando muriese, quería que lo enterrasen en la "Bombonera".

A pesar de sus olvidos y distracciones, renovaba a sus cercanos el deseo de su destino final.

Y es este el momento en que comienza la historia que prometí en una entrega anterior. Ya presentados el abuelo y el nieto, nos detenemos un momento en su “hermano”: Eduardo.

Una noche recibió un llamado telefónico de un desconocido. Al preguntarle si él era quien era, le comunicó: "Se murió el “Turquito”.

Inmediatamente, se trasladó a la localidad de Ceres donde lo estaban velando.

Allí, situado frente al féretro, podía ver a su grandísimo compañero, vestido con todos los atributos de Boca Junior: camiseta, pantalones cortos, medias y botines, como si estuviese dispuesto a defender los colores en el partido final y ganarlo.

Excepto un grupo limitado de amigos entrañables, no había nadie más en la funeraria. Cuando cesaron los hipos y llantos, “festejaron”, a lo largo de toda la noche, los hallazgos del fallecido, sus historias y costumbres que se truncaron de forma prematura.

A punto de abordar un taxi, ¿para ir a jugar al tenis?, ¿a las cartas? o quizás allí donde pudiese gritar “¡Ah, esto es vida y no la tienda!”, cayó de forma fulminante, tenía 50 años.

A la mañana llegaron su ex esposa e hija, y entre todos decidieron rubricar los deseos de una pasión que debía seguir viva.

Un par de semana después, la “mutualidad” de afectos, se trasladó a Buenos Aires con sus cenizas.

Tras décadas de pasión por los goles de su equipo, no sé de qué manera, o si lo sé, hoy estaría prohibido, el “Turquito” consiguió llegar a su meta final: la "Bombonera."

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