Antonio Muñoz Molina escribe los sábados en El País. Tiene toda la semana para pensarse un artículo enjundioso. Hoy va de las cosas que pasan y se olvidan y de las que se repiten. La condición violenta de los humanos es una constante a partir de Caín y Abel y habla de reconstrucciones arqueológicas para demostrar lo que no nos abandona, las matanzas desde los romanos hasta Netanyahu y Hamas. Para lo que nos deja solo nos queda la nostalgia, aunque no nos abandone del todo. Entre otras cosas pone como ejemplo las cajas de cerillas de los restaurantes y me viene a la memoria el Petit Soley, un restaurante de Barcelona donde iba a cantar algunos días de la semana. Estaba en la plaza Villa de Madrid, rodeado de tumbas romanas, a la que se llegaba por la calle Canuda, desde las Ramblas. Benito Soley era un experto en marketing y el negocio funcionaba a las mil maravillas. Su padre tenía otro, frente al cine Novedades, en la calle Caspe, pero el suyo era pequeño y coqueto, y exclusivo, y ningún personaje importante que visitara la ciudad se libraba de ir a comer allí.
Conocí a Vittorio Gassman, al doctor Petrucci, el descubridor del niño in vitro, a Lex Barker, a Imperio Argentina en compañía del modisto vasco Balenciaga, y a tantos otros famosos. En la solapa de las cajas de cerillas había una foto mía, con la guitarra y una austriaca muy coqueta que me compré en una muestra de Bas y Cugueró, una fábrica de confección donde trabajaba de gerente mi amigo Mateo Pérez, que era de Murcia. Digo esto porque ayer vi a Margallo con otra chaqueta igual que se compró en un oulet de Bruselas. La mía era de hace más de 60 años y, por lo que se ve, no pasa de moda. Digo que Benito conocía el mercado porque inventó esos carteles de toros donde aparece tu nombre junto a los de los toreros. Me dijo que la idea se le ocurrió al ver en el puerto de Nueva York a alguien con una pequeña imprenta de mano que daba la noticia de tu llegada a la ciudad en un recuadro de la portada del New York Time.
Las fotos del Petit Soley las hacía Mari France, una chica que se casó luego con Rafa Guigou, con el que yo alternaba las tocatas. Su padre tenía una tienda en París de artículos de tenis y Rafa más tarde se encargó unas tarjetas donde decía: “fournisseur de Roland Garros”. En la cocina tenía un cuartito oscuro donde revelaba los contactos que eran regalados a los clientes pegados a la solapa de una caja de cerillas. A nadie se le puede ocurrir hoy semejante cosa, Puede ser que sea posible en algún lugar vintage mezclado con el modernismo de la comida vegana, donde los clientes van a comer con sus mascotas metidas en cochecitos de bebés.
Lo de Antonio Muñoz Molina es más serio que esto que me evoca. En un yacimiento arqueológico de Navarra se reconstruye una matanza donde aparece un niño decapitado y yo recuerdo la procesión que se hizo con la cabeza del general López Ochoa en 1936, cuando unos milicianos lo fueron a buscar al hospital de Carabanchel, lo fusilaron y lo decapitaron paseándolo en una pica hasta la Puerta del Sol. En España este era el mayor signo de denigración. Así se hizo con don Álvaro de Luna, al que la venganza del marqués de Santillana lo persiguió más allá de la tumba. Incluso hicieron rogativas para sufragar los gastos del entierro. Prefiero las fotos en las cajas de cerillas y las chaquetas austriacas, adornadas con gorgoritos tiroleses y abotonadas hasta el cuello. Por lo menos el cuello estará ahí, abrigadito hasta que te lo corten.