Hace dos años Paz Esteban fue cesada como directora del Centro Nacional de Inteligencia. La excusa del Gobierno para su despido fue el caso Pegasus, el software que permitió el espionaje del móvil del presidente y varios ministros. En realidad, la destitución de esta funcionaria pública, con cuarenta años de trayectoria impecable en los servicios de inteligencia del Estado, respondió a otro motivo. El Gobierno necesitaba una cabeza de turco para aplacar la furia de varios de sus socios parlamentarios. ERC, Junts y la CUP estaban indignados porque el CNI había reconocido el espionaje a dieciocho políticos independentistas catalanes, incluido el presidente de la Generalitat, Pere Aragonés.
El 5 de mayo de 2022, Paz Esteban compareció ante la Comisión de Control de los Créditos Destinados a Gastos Reservados, o sea, la Comisión de Secretos Oficiales de toda la vida. Interrogaron a la directora del CNI diputados altamente preocupados con la seguridad del Estado, como Mertxe Aizpurua (Bildu), Miriam Nogueras (Junts), Albert Botran (CUP) y Gabriel Rufián (ERC). A la salida todos coincidieron en que la señora Esteban les había informado poco, y pidieron su dimisión fulminante.
Fue impresionante escuchar a personas que han justificado asesinatos, o un golpe de Estado, apelando a los principios de la democracia para denunciar el «espionaje político» que habían sufrido. Lo tenían fácil sus señorías. Era lo mismo que abofetear a una borracha, porque la directora del CNI comparecía en la comisión con las manos atadas. Se limitó a mostrar el permiso judicial para pinchar los teléfonos, y poco más pudo decir. porque la ley que regula los servicios secretos limita su libertad de expresión a la hora de informar sobre las fuentes y medios empleados para obtener determinadas informaciones.
Me vengo a referir a que, seguramente, la directora del CNI hubiera podido humillar, o al menos silenciar, a determinados miembros de esa comisión si hubiera detallado chivatazos, o conversaciones intervenidas entre personas que durante meses trataron de desestabilizar las instituciones del Estado, atentando contra el orden constitucional y organizando actos violentos, empleando para ello fondos públicos. Además, buscaron la colaboración de países extranjeros. Estoy seguro que la señora Esteban hubiera “ganado el relato” si hubiera podido largar sobre todo esto en su comparecencia. Es más, puede que ni siquiera hubiera tenido que comparecer en esa comisión si antes hubiera filtrado a algún medio el contenido de determinadas grabaciones.
Pero confrontar con políticos, o “ganar el relato”, no se encuentran entre las funciones del responsable de los servicios de inteligencia de ningún país democrático. Paz Esteban tuvo que callar y aguantar el chaparrón. El motivo de su silencio tuvo que ver, esta vez sí, con los principios de la democracia. El poder de unos servicios de inteligencia es formidable. Está regulado, y por tanto limitado, pero es enorme. Precisamente por eso, a la hora de elegir entre responder a las exabruptos de Rufián, Nogueras y Aizpurua, o respetar la ley que ordena el funcionamiento del CNI, un servidor público responsable y cabal siempre elegirá la segunda opción.
Sucede lo mismo con jueces y fiscales. Su poder coercitivo y de investigación los sitúa en un plano distinto al de la política. Es obvio que juegan en una liga distinta a la de ministros, diputados, jefes de gabinete o asesores de medio pelo. Por eso son asombrosos los argumentos que se escuchan para justificar la filtración de datos y comunicaciones personales de un ciudadano particular por parte de la Fiscalía General del Estado. Se hizo para desmontar un bulo lanzado por un adversario del Gobierno, dicen. O sea, que las leyes que protegen el secreto de las comunicaciones con los abogados de un asesino, o un violador, no deben operar en el caso de un ciudadano que se inventa facturas para pagar menos impuestos, si ese ciudadano es el novio de una rival política.
Esta semana, el fiscal general del Estado ha comparecido ante un juez del Tribunal Supremo y se ha negado a contestar sus preguntas, acogiéndose al mismo derecho que asiste a cualquier presunto delincuente. Antes, había procedido a borrar todos sus mensajes relacionados con los hechos investigados, imitando el mecanismo de destrucción de pruebas que tantas veces tuvo que sortear él cuando investigaba a malhechores. Un espectáculo asombroso, sin precedentes en ningún país de nuestro entorno
A estas alturas, debatir sobre la objetividad de los medios de comunicación es lo mismo que deliberar sobre la virginidad de un actor porno. Un contrasentido, y una pérdida de tiempo. Pero al menos deberíamos introducir una reflexión sobre sus niveles de responsabilidad. La primera función de un periódico, de una radio o de una televisión no puede consistir en sostener a toda costa a un gobierno por el hecho de compartir una legítima afinidad ideológica. El diario más beligerante contra Mariano Rajoy por el caso Gürtel fue El Mundo, a sabiendas que aquel escándalo le podía costar el gobierno al PP, como así sucedió.
Sin embargo, hoy asistimos a la actuación grotesca de buena parte de la izquierda mediática, constituida en fuerza de choque para defender a Sánchez, pase lo que pase, caiga quien caiga, se rompa lo que se rompa. No parecen conscientes que Sánchez se irá, no sabemos cuándo, pero se ira, o lo echarán. Y entonces solo quedarán, en términos democráticos, unos escombros institucionales sobre los que siempre ha sido más difícil ejercer el periodismo libre.